Día 68 de confinamiento.

Bueno, parece que la desescalada empieza a ir un poco en serio. Mira que no me gusta esta nueva palabra, pero está claro que ya forma parte de nuestro lenguaje y nuestra vida. Y vamos en dirección a ese mundo mejor que queremos hacer entre todos. Entre todos.

Y ahora, con otra palabra y otra realidad: la mascarilla. No una máscara, no. Mascarilla. Cuya única función es intentar no contagiar ni ser contagiados. Nada más. Y nada menos. Se convierte así en sinónimo de solidaridad, de fraternidad, de compañerismo, de amistad.

Quizás en este tiempo de confinamiento algunos podamos haber advertido que, en los últimos años, a veces portábamos una máscara que impedía ver nuestro egoísmo, nuestras envidias… esas cosas que impiden precisamente vivir todos juntos como hermanos. “Yo miro lo mío y lo de los míos”. Y ya. Pero precisamente este tiempo, con el sacrificio y con el buen hacer de todos, de todos, ha sido y es un tiempo que nos muestra cómo la unión hace la fuerza, y que a veces los gestos aparentemente más “pequeños”, como simplemente ese “quédate en casa”, forman parte de ese camino hacia la victoria final.

Por eso, el detalle ahora de la mascarilla se nos convierte también en algo importante, muy importante, a pesar de su sencillez, para seguir adelante.

No, ya no vamos a necesitar de máscaras que escondan nada de nosotros.  Y las mascarillas no solamente nos sirven para escondernos de los demás, sino que se nos convierten en un signo de que la unión hace la fuerza. Y, al fin y al cabo, la belleza de cada persona aflora siempre del corazón.

En tiempos en que todavía no podemos darnos un beso, un abrazo o, simplemente la mano, unamos nuestros corazones, con mascarilla, hacia ese porvenir que cada día está más cerca.