Pues continuamos estos días de confinamiento y, utilizando hoy la palabra de un modo especial, para acordarnos de unas personas que, en Cuenca, se tiran muchos años así. Nuestras monjas de clausura. Ha salido esta semana en el periódico un artículo donde las entrevistan un poco, precisamente porque ellas siempre están encerradas, aunque no se sientan encerradas. Dice así: «En 1976, era cuando la madre Inmaculada ingresaba en el convento de las Concepcionistas Franciscanas de la capital conquense, el de la Puerta Valencia. Tenía solo 17 años, pero una vocación muy clara. No, no era la típica piadosa, tuve una adolescencia normal. Salía al parque San Julián con mi pandilla de chicas y chicos con la inocencia de entonces. Pero yo quería ser monja, siempre lo quise ser. Y aunque admiraba a las misioneras, a ella, lo que le atraía de verdad era la clausura. No recuerdo que me costara acostumbrar cuando ingresé. Los momentos de bajón, que los hay, los suplía mi ilusión». Afirma la religiosa que, no obstante, si reconoce que al principio echó mucho de menos sus baños en el río Júcar en verano, y montar en bici.

Mas de 40 años después, cuando el coronavirus ha llevado a gran parte de la población mundial a un retiro obligado, su experiencia es un grado. Como la de las 14 monjas que habitan con ella. «Lo nuestro es innato y la vocación te da la fuerza para asumir lo que conlleva no salir a la calle. Pero, se aprende a vivir en este ambiente. Con todo, el enclaustramiento también ha cambiado con el paso del tiempo. Antes, las monjas tenían a los demandaderos, que les hacían los recados. Ahora, nuestra economía es modesta y no podemos permitirnos pagar a alguien cada mes, por lo que lo hacemos nosotras». Son las pequeñas escapadas que le permite la sociedad actual.

«Para muchas personas, la cuarentena se está haciendo muy cuesta arriba, es lo más contrario al estilo de vida que se lleva ahora. Vivimos para fuera y quizá, esta pandemia es un meneo fuerte para que lo hagamos hacia adentro. Una llamada de atención». Precisa la religiosa. En su caso, la clausura es un medio para su vida contemplativa, pero ahora puede convertirse para otros en una oportunidad. «Además, el quedarse en casa está más que justificado y creo que vale el esfuerzo», dice. «La enfermedad Covid-19, en poco ha cambiado la vida en el convento, pero en poco. Si acaso, que ahora apenas hay actividad en el torno. Todos los días eran muy movidos», señala la madre Inmaculada. Eso no quita que no les preocupe lo que está ocurriendo, «en cierto modo, nuestra mente y nuestro corazón están más fuera que dentro», admite, al tiempo que pide serenidad y tranquilidad para afrontar estas circunstancias. «Que a lo largo de la historia ha habido otras enfermedades graves como la gripe de 1918, y seguirán pasando. Su consejo a los conquenses es que no se desanimen y hagan una lectura positiva. Por la vorágine en que estamos inmersos a veces se nos olvida lo importante, como la familia o los amigos. A pesar de la desgracia que esto supone, va a ayudar a despertar adormecidos. Nos daremos cuenta de lo que tenemos», subraya.

Así mismo pide que, los conquenses aprovechen el tiempo. «Para nosotras, cada día es distinto al anterior. Más que establecer una rutina, que suena muy aburrido, es necesario el orden, tener el tiempo ocupado». Ellas están poniendo su granito de arena cosiendo batas para los sanitarios, fabricando mascarillas para los vecinos que se acercan a recogerlas, y dice: «haremos todo lo que nos pidan y que haga falta. Y la clave para superar esto, la fe», dice categórica. «Vamos a seguir rezando muchísimo, porque la oración llega a todo el mundo, sean o no creyentes».

Pues que contemos con las monjas de clausura que están todos los días y a todas horas rezando por nosotros. Y, pues con el apoyo de la oración, todo es un poquito más llevadero.