XXXI Domingo del tiempo ordinario

 

Primera lectura

Lectura del libro de la Sabiduría 11, 22 – 12, 2

Señor, el mundo entero es ante ti como un grano en la balanza, como gota de rocío mañanero sobre la tierra. Pero te compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste; pues, si odiaras algo, no lo habrías creado. ¿Cómo subsistiría algo, si tú no lo quisieras?, o ¿cómo se conservaría, si tú no lo hubieras llamado? Pero tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida. Pues tu soplo incorruptible está en todas ellas. Por eso corriges poco a poco a los que caen, los reprendes y les recuerdas su pecado, para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor.

 

Salmo. Sal 144, 1-2. 8-9. 10-11. 13cd-14

R/ Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.

 

Te ensalzaré, Dios mío, mi rey;

bendeciré tu nombre por siempre jamás.

Día tras día, te bendeciré

y alabaré tu nombre por siempre jamás. R/.

El Señor es clemente y misericordioso,

lento a la cólera y rico en piedad;

el Señor es bueno con todos,

es cariñoso con todas sus criaturas. R/.

Que todas tus criaturas te den gracias, Señor,

que te bendigan tus fieles;

que proclamen la gloria de tu reinado,

que hablen de tus hazañas. R/.

El Señor es fiel a sus palabras,

bondadoso en todas sus acciones.

El Señor sostiene a los que van a caer,

endereza a los que ya se doblan. R/.

 

Segunda lectura

Lectura de la segunda carta del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 1, 11 – 2, 2

Hermanos:

Oramos continuamente por vosotros, para que nuestro Dios os haga dignos de la vocación y con su poder lleve a término todo propósito de hacer el bien y la tarea de la fe. De este modo, el nombre de nuestro Señor Jesús será glorificado en vosotros y vosotros en él, según la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo.

A propósito de la venida de nuestro Señor Jesucristo y de nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no perdáis fácilmente la cabeza ni os alarméis por alguna revelación, rumor o supuesta carta nuestra, como si el día del Señor estuviera encima.

 

Evangelio

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 19, 1-10

En aquel tiempo, Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad. En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a un sicomoro para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa». Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento.

Al ver esto, todos murmuraban diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador». Pero Zaqueo, de pie, dijo al Señor: «Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más».

Jesús le dijo: «Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».

 

COMENTARIOS

Zaqueo, no hay casos desesperados para Jesús

Avvenire, el evangelio por Ermes Ronchi, XXXI Domingo del Tiempo Ordinario – C

El Evangelio es un libro de caminos y de viento. Y de reuniones. Jesús conoció el arte del encuentro, este gesto pobre y desarmado, poderoso y generador. Estamos en Jericó, quizás la ciudad más antigua del mundo. Jesús va a las raíces del mundo, llega a las raíces de lo humano. Jericó: símbolo de todas las ciudades que vendrán después. Hay un hombre, de pequeña estatura, ladrón como él mismo admite al final, impuro y publicano (es decir, vendido) que recaudaba impuestos para los romanos: dinero, sobornos, favores, un deshonesto por definición. Y, además, rico, ladrón y líder de los ladrones de Jericó: es lo que se llama un caso perdido. Pero no hay casos desesperados para el Señor. Zaqueo sería insalvable, y Jesús no solo lo salva, sino que lo convierte en el modelo del discípulo.

Al llegar al lugar, Jesús mira hacia la rama en la que está sentado Zaqueo. Mira hacia arriba, como cuando se arrodilla para lavar los pies de los discípulos. ¡La suya es una mirada que levanta la vida, que nos levanta! Dios nunca nos mira de arriba hacia abajo, sino siempre de abajo hacia arriba, con infinito respeto. Lo buscamos en las alturas del cielo y está arrodillado a nuestros pies. «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa». El nombre propio, en primer lugar. La misericordia es ternura que llama a cada uno por su nombre. “Es necesario”, dice Jesús, Dios viene a buscarme, a estar conmigo. Es su necesidad íntima. Él me quiere más que yo a él. Viene por una necesidad que lo apremia en su corazón, porque lo impulsa un fuego y una ansiedad. Algo le falta a Dios, le falta Zaqueo, le falta la última oveja, le falto yo.

“Es necesario que hoy me quede en tu casa”, no un simple pasar, ni una visita de cortesía, para luego volver a los caminos; más bien «detenerse», tomándose todo el tiempo que necesito, porque esa casa no es una etapa del camino, sino la meta. “En tu casa”, el Evangelio comenzó en una casa, en Nazaret, y volverá a comenzar desde las casas, también para nosotros, hoy. El infinito ha bajado a las coordenadas del hogar: el lugar donde somos más reales y más vivos, donde suceden las cosas más importantes, el nacimiento, la muerte, el amor. “Bajó rápidamente y lo recibió lleno de alegría”. Acoger a Jesús es lo que purifica a Zaqueo: no debe cambiar primero su vida, dar la mitad a los pobres, y sólo entonces el Señor entrará en su casa. No. Entra Jesús, y entrar en esa casa la transforma, la bendice, la purifica. El tiempo de la misericordia es el anticipo. La misericordia es la capacidad de Dios de anticiparse a ti. Encontrar a alguien como Jesús te hace creer en el ser humano; un hombre tan libre como Él crea libertad; su amor incondicional crea amantes incondicionales; encontrar a un Dios que no hace discursos, sino que se hace amigo, nos hace renacer.

 

Zaqueo, baja enseguida XXXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

P. Raniero Cantalamessa, ofm

Hoy el Evangelio nos presenta la atrayente historia de Zaqueo. Esta se compone de dos escenas, una que se desarrolla en el exterior y la otra dentro de casa; una en medio de la gente, la otra entre Jesús y Zaqueo solos. Jesús ha llegado a Jericó. No es la primera vez que llega allí y, esta vez, al acercarse, igualmente ha curado a un ciego (Lucas 18,35ss.). Esto explica por qué hay tanta gente esperándolo. Zaqueo, «jefe de publicanos y rico», para verlo mejor, se sube sobre un árbol, a lo largo del recorrido del cortejo (¡en la entrada de Jericó aún hoy muestran una vieja higuera, que habría sido la de Zaqueo!). Y he aquí lo que sucede: «Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: “Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. Él bajó enseguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: “Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador”».

Hasta aquí, el episodio de Zaqueo sirve, por enésima vez en el Evangelio de Lucas, para llamar la atención de Jesús hacia los humildes, los despreciables y los repudiados. Los conciudadanos despreciaban a Zaqueo, porque estaba comprometido con el dinero y con el poder y, quizás también, porque era pequeño de estatura; para ellos, Zaqueo no es más que «un pecador». Jesús, por el contrario, lo va a buscar a su casa; deja a la muchedumbre de admiradores, que lo han acogido en Jericó, y se va sólo con Zaqueo. Hace como el buen pastor, que deja las noventa y nueve ovejas para buscar la que hacía cien, la que estaba perdida. Para él, Zaqueo ante todo es «un hijo de Abrahán». Ésta es la lectura del pasaje, que hace hoy la liturgia, cuando habla en la primera lectura sobre la elección y con el bellísimo texto sobre la «compasión de Dios hacia todos»: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado». Son palabras que recuerdan, y posiblemente comentan, el oráculo de Ezequiel: «Yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta de su conducta y viva» (Ezequiel 33,11). San Ireneo ha cerrado esta revelación con una frase justamente célebre, que la misma liturgia, cosa rara, ha escogido en italiano como estribillo al salmo responsorial, a pesar de que no se trata de un texto de la Escritura: «La gloria de Dios es el hombre que vive»; en el misal castellano, sin embargo, aparece como estribillo el siguiente versículo: «Te ensalzaré, Dios mío, mi Rey» (Salmo 144,1).

Jesús se comporta del mismo modo que Dios. Él acoge bien sea a los refutados del sistema político: pobres y oprimidos; bien sea a los despreciables del sistema religioso: paganos, publicanos, prostitutas. Quien no acepta este actuar de Dios se excluye por sí solo de la salvación; queriendo discriminar a toda costa, permanece él mismo discriminado. Visto desde esta perspectiva, el episodio de Zaqueo nos aparece, al igual como la parábola del publicano y del fariseo, desligado de la realidad. Quizás, precisamente por esto, Lucas ha insertado el episodio en este punto del Evangelio, después de que, en el capítulo precedente, nos ha hecho leer tal parábola. Dios allí justificaba al publicano arrepentido y enviaba con las manos vacías al fariseo; Jesús aquí lleva la salvación a la casa de Zaqueo y deja fuera, para que murmuren, a los bien pensados orgullosos de Jericó.

Entremos ahora en casa con Jesús y Zaqueo y escuchemos el resto de la historia: «Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: “Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”. Jesús le contestó: “Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”».

Nos hemos parado aquí para considerar el actuar de Cristo, que es, como se ha visto, el actuar mismo de Dios. Pero, el episodio tiene dos protagonistas: Jesús y Zaqueo. También el actuar de Zaqueo o del hombre contiene una enseñanza esencial y ello atañe, todavía una vez, al planteamiento sobre la riqueza y sobre los pobres. Desde este punto de vista, para ser bien comprendido el episodio de Zaqueo debe ser leído sobre el trasfondo de los dos fragmentos que le preceden, el del rico epulón y el del joven rico. Con esta sucesión de enseñanzas Lucas ha pretendido dar a la Iglesia una idea exacta y completa del pensamiento de Jesús en torno a las riquezas.

La comparación entre Zaqueo y el rico epulón pone de relieve una diferencia. Este último le negaba al pobre hasta las migajas, que caían de su mesa; el primero, da la mitad de sus bienes a los pobres; uno hace uso de sus bienes sólo para sí mismo y para sus amigos ricos, que pueden ofrecerle la contraprestación; el otro usa sus bienes también para los demás, esto es, para los pobres. La atención, como se ve, está en el uso que hay que hacer de las riquezas. Las riquezas son inicuas cuando vienen acaparadas, sustrayéndolas a los más débiles y vienen usadas para el propio lujo desenfrenado; cesan de ser malas cuando son fruto del propio trabajo y se consiguen para servir también a los otros y a la comunidad. Así, el rico quiere imitar a Dios; pero, Dios, en efecto, es el rico por excelencia, poseyéndolo todo; pero todo lo ha dado por el bien y la alegría de sus criaturas: el aire, el sol, la lluvia, sin mirar ni siquiera quién es digno y quién no lo es.

Igualmente, la comparación con el episodio del joven rico aclara una diferencia, pero esta vez no en el actuar del hombre sino en el de Dios. Un día, un joven se le presentó a Jesús preguntándole qué debía hacer para alcanzar la vida eterna. Jesús, primeramente, le recordó la observancia de los mandamientos; después, añadió: «Si quieres ser perfecto…aún te falta una cosa: vende todo cuanto tienes y repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego, ven y sígueme» (Lucas 18,22). «Todo cuanto tienes»: al joven rico se le pide que lo entregue todo a los pobres; a Zaqueo, sólo la mitad de sus bienes. (Jesús lo declara salvado después de esta promesa).

Zaqueo permanece rico. El oficio que hace (es el jefe de los que cobran las tasas de la ciudad de Jericó; que tiene el monopolio de algunos productos en aquel tiempo muy buscados, hasta en Egipto) le consiente permanecer acomodado y rico, incluso después de la drástica reducción de sus haberes. Pero, aquí está posiblemente la enseñanza más nueva atada a la figura de Zaqueo, que rectifica una falsa impresión que se puede tener por otras frases del Evangelio. No es la riqueza en sí lo que Jesús condena sin apelativos sino el uso perverso de ella. ¡También para el rico hay salvación! Cuando Jesús pronunció aquellas terribles palabras: «Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el Reino de Dios» (Lucas 18,25) los discípulos, asustados, le dijeron: «¿Y quién se podrá salvar?» (Lucas 18,26). Entonces, Jesús replicó: «Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (Lucas 18,27). Zaqueo es la nueva prueba de que Dios puede realizar también el milagro de convertir y salvar a un rico sin necesariamente reducirlo al estado de pobreza. Una esperanza, ésta, que Jesús no negó nunca y que más bien la alimentó, no desdeñando tratar él, también pobre, con los ricos y jefes militares. Cierto, él no aduló nunca a los ricos y no buscó nunca su favor achatando o disminuyendo, ante su presencia, las exigencias de su Evangelio. ¡Todo lo contrario! Zaqueo, antes de oír: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa» debió tomar una valiente decisión: esto es, dar a los pobres la mitad de sus sueldos y de los bienes acumulados, reparar las extorsiones hechas en su trabajo, restituyendo cuatro veces más. Dos cosas estas para pensárselo bien, puesto que pueden pedirle al rico una valentía y un sacrificio no iguales sino más grandes de lo que sería necesario para mandarlo todo a correr y vivir sin más responsabilidades. El caso de Zaqueo aparece, así, como el espejo de una conversión evangélica, que es siempre conjuntamente una conversión para con Dios y para con los hermanos.

Del Evangelio de hoy, por lo tanto, brota una esperanza para los ricos; pero asimismo una llamada. Pueden ser verdaderos discípulos de Jesús igualmente ellos, si lo quieren; deben, sin embargo, cambiar radicalmente la actitud y su opinión acerca de sus riquezas. No se ha dicho que la única manera para legitimar sus posesiones sea «venderlas y darlas a los pobres»; hoy podría haber un camino mejor y, asimismo, en consonancia con el Evangelio: usar dicho dinero con un sentido de responsabilidad y de justicia social; por ejemplo, distribuyendo mejor los ingresos entre los trabajadores, si está activa la propiedad, mejorando también, a costa de sacrificios financieros, las condiciones de trabajo de la hacienda propia, contentándose con cánones de alquiler más honestos. Fuera de estas exigencias, que no son muchas, perdura el deber de contribuir, por cuanto se pueda, a obras y actividades sociales inequívocas y honestas, como son ayudar a una población necesitada a causa de catástrofes, dar una asistencia a las misiones y, sobre todo, pagar los impuestos honestamente (que permanece siempre el modo normal de compartir las propias ganancias con la comunidad).

Hay un detalle que yo quisiera subrayar en toda esta escena; es la palabra perentoria de Cristo: «¡Zaqueo, baja enseguida!» El Evangelio dice que Zaqueo se había subido sobre la higuera porque «era pequeño de estatura» y ciertamente este debe haber sido el motivo inicial. Pero, hay también otro motivo, quizás no confesado, por el que uno, en circunstancias similares, se sube a un árbol y permanece acomodado allí. Esto le permite verlo todo sin ser visto. Le permite permanecer fuera de la muchedumbre, decidir si y hasta qué punto hay que dejarse arrastrar…

Desde este punto de vista, cuántos «Zaqueos» entre nosotros y cuántas veces cada uno de nosotros se comporta como otro Zaqueo. Participamos en la misa, nos acercamos a un encuentro donde se habla de religión o a un retiro espiritual, al que hemos sido invitados; pero, estamos sólo como observadores neutrales y externos, a pesar de que se nos haya garantizado poder, al final, descender y volver a la vida de antes, sin agitaciones y crisis de conciencia. Tenemos miedo de abandonar el nivel de la curiosidad y de entrar en el del compromiso.

Entonces, también es para nosotros la invitación de Cristo: «¡Zaqueo, desciende enseguida!» Desciende de la posición peligrosa en que estás. Podría pasar otra vez por debajo de ti y que ya no levantara más la mirada… Ante la inminencia de recibirlo en la comunión, recordemos lo que Jesús añade: «Hoy tengo que alojarme en tu casa».

 

Iglesia en Aragón. Comentario al evangelio. Domingo 31º Ordinario, ciclo C.

1.- GESTOS DE JESUS A ZAQUEO.

  1. Jesús le mira. Antes de que Zaqueo mirara a Jesús, Zaqueo se sintió mirado… Y, como dice San Juan de la Cruz, “el mirar de Dios es amar”. Se sintió amado por Jesús antes de que Zaqueo lo viera. Jesús siempre nos sorprende y nos lleva la delantera. Pero el más sorprendido fue Zaqueo. Cuando nadie le quería ver, Jesús le miró con cariño
  2. Le llamó por su nombre: Zaqueo baja. Qué impresión le debió de dar. Hacía mucho tiempo que nadie le llamaba por su nombre. Le decían de todo: ladrón, corrupto, sinvergüenza, malvado… Para Jesús ese hombre tiene un nombre: Zaqueo. Y, al llamarlo por su nombre, le restituye su dignidad.
  3. Se invitó a comer en su casa. Hoy debo hospedarme en tu casa. El invitar a uno a comer era signo de amistad, pero el invitarse a comer, sólo se hacía cuando había una enorme amistad. Zaqueo bajó loco de alegría…Notemos que Jesús, al invitarse a comer, sabía que se exponía a las críticas de los fariseos que tenían prohibido comer en casa de pecadores. Perdía su prestigio de profeta, pero se ganaba a una persona.

Notemos que Jesús no le ha dicho nada de su situación: no le ha echado en cara su pecado, no le ha exigido como condición devolver el dinero robado.  Simplemente se ha dedicado a amarle y darle toda su confianza… Lo demás vendrá solo.

2.- RESPUESTA DE ZAQUEO A LOS GESTOS DE JESÚS.

  1. Se pone en pie. Hacía mucho tiempo que iba encorvado, con la cabeza baja, se sentía una piltrafa de hombre. Se levanta el hombre con sus derechos, su dignidad, sus posibilidades de ser persona. Jesús siempre levanta, dignifica, rehabilita, nos hace ir por la vida con la cabeza alta, vivir sin complejos. El, el “amigo de la vida” quiere que vivamos en plenitud. Jesús es ese que, al hacerme libre, me hace disfrutar de todo.
  2. La mitad de lo que tengo lo doy a los pobres. Y doy cuatro veces más de lo que he defraudado. Se ha dicho que, cuando Dios entra por la puerta, los dineros salen por la ventana. Zaqueo no podía desprenderse del dinero antes de conocer a Jesús como la suprema riqueza de su vida.
  3. Se sintió feliz. Lo contrario del joven rico. Con Jesús había descubierto que la riqueza no da la felicidad. La felicidad no está fuera de nosotros sino dentro del corazón. No hay mayor riqueza que un corazón lleno de Dios. Hay que insistir en que Jesús nos trae la verdadera alegría, pero no sólo para el otro mundo sino también para éste. “Nadie tan feliz como un cristiano auténtico” (Pascal).

3.- HOY HA LLEGADO LA SALVACIÓN A ESTA CASA.

La salvación es la salud total, de alma y cuerpo. El Hijo del hombre ha venido a buscar lo que se daba por perdido. Jesús no da nunca nada por perdido. A lo largo de la vida vamos perdiendo fuerzas, alegría, ilusión por vivir. En Jesús todo lo podemos recuperar. Y, sobre todo, podemos recuperar a las personas que creíamos perdidas. Los padres: nunca deben dar a ningún hijo por perdido. No cortar el diálogo con ellos. Los maestros: No deben decir: con este alumno no se puede hacer nada… Los sacerdotes: No dar por perdidos a los feligreses que no vienen a Misa. A ninguna persona, sea de la religión que sea, del partido político que sea, de la Nación que sea, se le puede negar el derecho de ser hijo amado de Dios.

 

Alfa y omega. 31er DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO. La higuera de Zaqueo

El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús aproximándose a los publicanos para llevarles la salvación. El publicano era una persona rechazada de la convivencia social y excluida del culto religioso, porque era considerada perversa y enemiga de Dios. Era un recaudador de impuestos, que se aprovechaba de ello y se enriquecía a costa de engaños. Por tanto, era rechazado socialmente. En esta página del Evangelio se nos presenta uno de los signos de la vida de Jesús: un Dios que ama la vida y que quiere a todos porque, si no, no los hubiera creado, y que viene a buscar y a llamar al pecador.

La escena se sitúa en Jericó, que es la última parada para ir a Jerusalén. Es la encrucijada. Ahí se nos presenta a un publicano llamado Zaqueo. Él no ve a Jesús, no puede verlo. Pero Jesús se acerca a Zaqueo y le dice que tiene que hospedarse en su casa. El Señor quiere pisar el lugar donde vive un hombre considerado perverso, pecador. No le da miedo el contagio de ese virus, porque Él es el Hijo y con Él va el amor del Padre.

Cuando Jesús entra en la casa, Zaqueo, el hombre rico, publicano, ambicioso, le dice que la mitad de sus bienes la entregará a los pobres, y además a los que haya engañado les devolverá cuatro veces más. Seguro que Zaqueo lo cumpliría y su fortuna quedaría bastante disminuida con la presencia, la gracia y la alegría de Jesús. Porque quien encuentra el tesoro en el campo, ¿para qué va a continuar guardando y guardando si ha encontrado lo que realmente es valioso? Vende todo, compra el campo y sabe adónde tiene que ir y a quién tiene que recibir (cf. Mt 13, 44).

El Evangelio cierra con estas palabras, que son la clave: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido». En el Evangelio de Mateo Jesús dirá que «los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los que están enfermos» (cf. Mt 9, 12). También nosotros estamos enfermos, y el Señor viene a buscarnos. Él quiere entrar en nuestra intimidad, en nuestro corazón, en nuestra casa, en nuestras relaciones. No quiere ser simplemente un adorno en nuestra vida, sino mucho más.

El texto de este domingo señala que Zaqueo se subió a la higuera. Él no podía ver a Jesús, porque la gente se lo impedía, ya que era bajo de estatura. Sin embargo, quería verlo. Para él era esencial distinguirlo. Deseaba ver el rostro del Señor. A lo largo del Evangelio hay muchos milagros de cegueras: el ciego que se acerca a Jesús, le pide que le devuelva la vista, Jesús le pregunta si confía plenamente en Él y, a continuación, tiene lugar la curación…

Sin embargo, la ceguera es de muchas maneras, y de algún modo todos la padecemos. Porque hay muchas cosas que no vemos en la vida y que deberíamos ver. La vista no solo es el ver físico, sino que también está relacionada con la libertad, con el corazón. Vemos lo que queremos, lo que nos interesa, lo que amamos. Y no vemos aquello que nos repugna o no nos interesa, o de momento es algo ajeno a nuestra vida. ¡Cuántas veces queremos ver el rostro de Jesús, conocerlo desde el corazón! Queremos que su presencia se nos manifieste y atrape, y penetre en nosotros. Pero no lo logramos. Enseguida surge la oración. Pero el milagro, que es gratuito, requiere una respuesta, una colaboración libre. Es necesario subirse a la higuera, hacer un signo, un esfuerzo de que realmente quieres ver al Señor. Es necesario dejar de mirar todo lo que nos distrae y centrar la atención en Él. ¿Cómo poder verlo si no le dedicamos tiempo, si no releemos con el corazón su Evangelio, si no tenemos ratos de silencio para contemplarlo y conocerlo? ¿Cómo poder verlo si no atisbamos su rostro en el pobre ante el cual volvemos nuestra mirada?

Seguramente todos necesitamos subirnos a una higuera, como Zaqueo, porque frente a Dios todos somos muy bajos, y además la muchedumbre, el caos mundano que nos rodea, nos impide ver a Jesús. Tenemos tantas ocupaciones, tantas obligaciones, tantos compromisos, que o nos alejamos un poco de la multitud y nos subimos a la higuera, o no vemos a Jesús. La higuera también son las personas que nos levantan y nos sostienen. Como los niños que van por la calle sobre los hombros de sus padres y ven todo desde lo alto, nosotros también necesitamos que alguien nos aúpe. Todos tenemos que pedir ayuda: acompañamiento, consejo, amistad. Cuando nuestras abuelas, o nuestras madres, o nuestros catequistas nos enseñaron a rezar y a santiguarnos, estaban aupándonos para que viéramos al Señor. Sin embargo, cuando la cultura dice que cada uno es totalmente libre y nadie tiene que deber nada a nadie ni pagar nada a nadie, cuando los hijos dejamos de ser hijos y queremos ser absolutamente independientes, renegando de nuestro origen y de los hombros que nos han alzado, no veremos al Señor. Zaqueo, que se subió a la higuera para ver al Señor, o para que el Señor viera que tenía interés en verlo, tiene que bajar porque Jesús quiere hospedarse en su casa. Tiene que bajar con Jesús, que es el que bajó hasta lo más bajo. El Señor ha entrado en su casa, y ahora el dinero y los bienes, que habían sido la razón de su vida, no son importantes. Ahora lo realmente importante es el rostro del Señor. Que también la puerta de nuestra vida quede abierta para siempre a Él.