Homilía. IV Domingo de Cuaresma

Había un hermano mayor. A él no le importan para nada los demás. No le importa que su hermano pueda tener problemas, se haya perdido, ande lejos. Solo hablará de su hermano para quejarse, para protestar, para echarle en cara a su padre que lo acoja. Solo le importan sus derechos y el solicitar premio por su buen hacer. Y ni siquiera se habrá percatado de la angustia y la tristeza de su padre, todos los días en la puerta esperando. Está con su padre, pero como si no estuviera. Nunca le preguntó a su padre qué tal estaba. Ni siquiera disfrutaba de la compañía de su padre. Para él, vivir en su hogar significaba, simplemente, obedecer, trabajar, cumplir. Y, si acaso, cuando aún estaba su hermano, criticarle, acusarle, reñirle, reprocharle, porque llevaba una mala vida y tenía que cambiar. Vamos, que tenía que ser como él. Como él…

En definitiva, él simplemente cree merecerse el agradecimiento de su padre por lo bueno que es, tan trabajador y tan cumplidor. ¡Con lo difícil que es eso! Ha tenido que renunciar a la alegría, a la ilusión, para poder ser fiel. Aunque, en el fondo, no sabía lo que era tener un padre, ni un hermano, ni sentirse hijo. Él, tan perfecto, tan cumplidor…

Había un hermano menor. Él creía que ser buen hijo, y más viendo a su hermano, significaba seguir un montón de normas, de leyes, de preceptos, que te quitan la libertad y  te impiden ser feliz. También piensa solo en sí mismo, y quiere alejarse de ese hogar que no reporta ilusión. Él simplemente quiere lo suyo (lo que cree que es suyo), alejarse y hacer lo que le apetezca. No le importa cómo quede su padre. Mucho menos le importa su hermano, claro.

Hasta que un día, harto de fracasos y problemas, muerto de hambre, decide volver. Sabe que no se merece nada ya en su lugar (no como su hermano, que se merece todo). Pero si al menos pudiera comer…

Y, luego, el padre. Tan distinto. Con sus noes y sus síes: Por un lado, no critica, no protesta, no reprocha, no echa en cara, no amenaza, no pide explicaciones… Por otro lado, sale al encuentro, se entristece, se emociona, abraza, besa, da. Un cabeza de familia en un hogar donde no hay humillaciones, ni castigos, ni condiciones, ni exigencias. Un padre que, sencillamente, ama… con un amor sin medida…

¿Os imagináis que en la Iglesia tuviéramos un Dios-Padre así? Mirad a la cruz y lo entenderéis…

Fuente de la imagen: https://www.artehistoria.com/en/artwork/regreso-del-hijo-pr%C3%B3digo-0