Hoy nos toca una parte de la Palabra de Dios que desde siempre me produce escalofríos. Es una escena en la que Jesús, cuando se muere su amigo Lázaro, llora. Cuando ve a la viuda Naim, llora. Aquí no lo dice, pero, me imagino las lágrimas que tenían que caer de los ojos de Jesús ante esta mujer. Una mujer enamorada de su hija y con una llama ardiente dentro de su corazón que le hace insistir, implorando, confiando.

Cientos de años antes era el destierro de Babilonia. Los judíos se habían quedado sin país, sin tierra y sin nada. Los habían echado a los que no habían matado. Cuando luego, Cirio, rey de Persia, les deja volver, les permiten reconstruir su país. Les permiten retomar sus actividades. Les permiten replantearse como llevar una nueva normalidad en su país. Que estaba destrozado y no había nada. Entonces ellos, para vivir esa nueva normalidad, lo primero que tienen claro es que tienen que reconstruir el templo, es el símbolo de su fe, y de su unidad como pueblo. Además, lo hacen en tiempo récord y bien construido. Además, vuelven a recoger y retomar sus tradiciones, costumbres, ley, y se dan cuenta de que cuanto más se aferren a eso, y mejor lo practiquen, mejor se sentirán como pueblo y más unidos se sentirán. Hasta montan su ejército de nuevo. Unidos, pero solo ellos. Los que no pensaban como ellos y no cumplían todo como ellos, los que no volvían a hacer las cosas como antes no los querían, los trataban como perros, porque no eran de ellos. Sobre todo, los samaritanos. Además, no había para todos.

No sé si eso se parece en algo a lo que estamos viviendo ahora. No se si se nos ocurre vivir una nueva normalidad, ya que aún no hemos salido de todo esto. Y queremos rehacer y retomar… y cuantos re podemos decir más. Y por supuesto, hay que rehacer la economía y hay que retomar para todos todo, y casi no podemos con lo nuestro como para intentar ayudar a los de otros países… si es que, aquí casi ni podemos avanzar con lo nuestro, por lo menos hasta que no lleguemos a una nueva normalidad muy normalizada.

Aunque espera, porque la Palabra de Dios comenzaba hablando de Isaías, con sus tantos capítulos… Antes de la guerra ya estaba escribiendo, durante el destierro también sigue escribiendo y después del destierro sigue escribiendo. Eran varias manos que se juntaron en este libro. En el capítulo de hoy dice el Señor: “Observad el helecho, practicad la justicia”, justo lo que hicieron… ¡No! Porque la justicia no es la justicia humana. La justicia humana, que está muy bien porque el que lo hace lo paga y ya está, y premiar al bueno y castigar al malo, pero somos cristianos y hablamos desde la fe. La justicia para nosotros es justicia divina, y la justicia divina no condena, salva; no separa a nadie, une; no juzga, alaba. Pues esto dice el Señor: “Observad el helecho, practicad la justicia, que mi justicia se va a manifestar”. Habla de la justicia de Dios y no de la nuestra.

En el Evangelio habla de una mujer cananea. Primero mujer, y luego extranjera. Lo tiene todo, no es de las nuestras. Y Jesús quiso actuar como actuaríamos nosotros. Aparentemente está convencido. La mujer le pide, le grita, le implora y le suplica, pero él no le hizo ni caso. Jesús siguió para adelante, pero la mujer siguió gritando, la mujer siguió implorando, la mujer siguió pidiendo. Jesús no le hace ni caso, aparentemente. Incluso los propios apóstoles le piden que le hagan caso para que se calle de una vez. Solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel, a los nuestros, a los que piensan como yo, a los son como yo. Pero ella no se rinde, se presenta delante de Jesús, se arrodilla e insiste: “Señor, ayúdame”. La respuesta de Jesús es: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos. Tu no eres de las nuestras. Tu eres un perro para nosotros”. Así llamaban los judíos a los que no eran como ellos, perros. Todo el que no era judío, samaritanos, romanos, gentiles. Y cuando te dicen eso, ¿qué haces? Pero ella dice: “tienes razón Señor, pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Y ahí es donde yo me imagino a Jesús con unos lagrimones, de hecho, ya no aguantó más. “Mujer, que grande es tu fe, que se cumpla lo que deseas”. Y en aquel momento quedaron curadas todas sus heridas. Aquella mujer, que estaba enamorada de su hija y tenía esa llama interior ardiendo que no la apaga… ella continua y al final, normal, si ella enamorada de su hija consigue lo que consigue, imaginaos ahora cada uno de nosotros, con nuestro Dios, enamorado de cada uno de nosotros, aunque hay veces que parece que nos llevamos estas respuesta por parte de Dios, o parece que nos contesta al revés de lo que deseamos. ¿Pero vosotros creéis que Dios nos va a abandonar? No se trata de que lo pensemos para nosotros. Vuelvo a recordaros la frase del comienzo: “Observad el helecho, practicad la justicia”. ¿Creemos en este Dios misericordioso, enamorado de nosotros, o vamos a actuar como los judíos, aferrándonos a nuestras cosas, cumpliendo con lo que tenemos que cumplir para tener una fe perfecta? Si, pero todo humano y nada divino, y nuestro Dios quiere que nosotros nos mojemos.

Podemos terminar con una de las frases que le decíamos al comienzo de la misa: “Dios, infunde la ternura de tu amor en nuestros corazones” Y da igual las palabras que pongamos con re y las que no, da igual que hagamos lo que tengamos que hacer o no, vale con que la llama que hay en nuestro interior se vea impregnada por la ternura de su amor. Anda que no seremos fieles a su voluntad…