Cristo Jesús sufrió. Sufrió. Sufrió. Y murió. Y ese era nuestro Dios. Si, nuestro Dios. Ahora lo contemplaremos y contemplándolo podremos ver cuanto dolor hasta la muerte. Pero, recordad, no es bueno quedarse en la contemplación de los dolores y ya. La crucifixión era espantosa, sí. Pero seguro que hubo miles de crucificados con agonía a veces, incluso más larga y más cruel. Y hubo, y sigue habiendo torturas refinadas más temibles que aquellas del Calvario.

Y hoy, más presente que nunca, un dolor personalizado en un virus destructor, sembrante de soledad, angustia y muerte.

El misterio del dolor es un abismo que encontramos en todas las etapas de la historia. Es un misterio. Es el misterio que no es deseable, ni por sí mismo es redentor. No. lo que realmente es único y divino en la crucifixión y muerte de Cristo es otro abismo. El abismo de su amor.

Sufría en su cuerpo y en su alma desde el amor y por amor. Me amó y se entregó por mí. Por todos. Rompían su cuerpo y Él amaba. Derramaban su sangre y Él se entregaba. Blasfemaban y se mofaban, y Él perdonaba. Lo despojaron de todo y Él nos lo daba todo, incluso a su madre. Y se daba todo. Se sentía en el infierno del abandono de todos, incluso del Padre, y Él confiaba. Sí. En cada palabra, amor. En cada silencio, amor. En cada paciencia, amor. En cada oración, amor. En cada grito, amor. En cada lágrima, amor. En cada promesa, amor. En cada don, amor. En cada gota de sangre, amor. En cada partícula de dolor, amor. En cada trozo de vida, amor.