III Domingo de Cuaresma

 

Primera lectura

Lectura del libro del Éxodo 17, 3-7

En aquellos días, el pueblo, sediento, murmuró contra Moisés, diciendo: «¿Por qué nos has sacado de Egipto para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?».

Clamó Moisés al Señor y dijo: «¿Qué puedo hacer con este pueblo? Por poco me apedrean».

Respondió el Señor a Moisés: «Pasa al frente del pueblo y toma contigo algunos de los ancianos de Israel; empuña el bastón con el que golpeaste el Nilo y marcha. Yo estaré allí ante ti, junto a la roca de Horeb. Golpea la roca, y saldrá agua para que beba el pueblo».

Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel. Y llamó a aquel lugar Masá y Meribá, a causa de la querella de los hijos de Israel y porque habían tentado al Señor, diciendo: «¿Está el Señor entre nosotros o no?».

 

Salmo. Sal 94, 1-2. 6-7c. 7d-9

R/. Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón».

Venid, aclamemos al Señor,

demos vítores a la Roca que nos salva;

entremos a su presencia dándole gracias,

aclamándolo con cantos. R/.

Entrad, postrémonos por tierra,

bendiciendo al Señor, creador nuestro.

Porque él es nuestro Dios,

y nosotros su pueblo,

el rebaño que él guía. R/.

Ojalá escuchéis hoy su voz:

«No endurezcáis el corazón como en Meribá,

como el día de Masá en el desierto;

cuando vuestros padres me pusieron a prueba

y me tentaron, aunque habían visto mis obras». R/.

 

Segunda lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 5, 1-2. 5-8

Hermanos:

Habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por el cual hemos obtenido además por la fe el acceso a esta gracia, en la cual nos encontramos; y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios.

Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.

En efecto, cuando nosotros estábamos aún sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; ciertamente, apenas habrá quien muera por un justo; por una persona buena tal vez se atrevería alguien a morir; pues bien: Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros.

 

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Juan 4, 5-42

En aquel tiempo, llegó Jesús a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el pozo de Jacob.

Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al pozo. Era hacia la hora sexta.

Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber».

Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» (porque los judíos no se tratan con los samaritanos).

Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice “dame de beber”, le pedirías tú, y él te daría agua viva».

La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?».

Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna».

La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla».

Él le dice: «Anda, llama a tu marido y vuelve».

La mujer le contesta: «No tengo marido».

Jesús le dice: «Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad».

La mujer le dice: «Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén».

Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y verdad».

La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo».

Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo».

En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera hablando con una mujer, aunque ninguno le dijo: «¿Qué le preguntas o de qué le hablas?».

La mujer entonces dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente: «Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será este el Mesías?».

Salieron del pueblo y se pusieron en camino adonde estaba él. Mientras tanto sus discípulos le insistían: «Maestro, come».

Él les dijo: «Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis».

Los discípulos comentaban entre ellos: «¿Le habrá traído alguien de comer?».

Jesús les dice: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra. ¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para la cosecha? Yo os digo esto: levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo salario y almacenando fruto para la vida eterna: y así, se alegran lo mismo sembrador y segador. Con todo, tiene razón el proverbio: uno siembra y otro siega. Yo os envié a segar lo que no habéis trabajado. Otros trabajaron y vosotros entrasteis en el fruto de sus trabajos».

En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en él por el testimonio que había dado la mujer: «Me ha dicho todo lo que he hecho». Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo».

 

COMENTARIOS

Dios no puede dar nada menos que a sí mismo

Avvenire, el evangelio por Ermes Ronchi, Tercer Domingo de Cuaresma Año A

Dios tiene sed, pero no de agua, sino de nuestra sed de él, desea que lo deseemos. El Novio tiene sed de ser amado. La mujer no entiende y objeta: judíos y samaritanos son enemigos, ¿por qué debo darte agua? Y Jesús responde, una respuesta llena de imaginación y de fuerza: si conocieras el don de Dios. Palabra clave de la historia sagrada: Dios no pide, da; no exige, ofrece. El maestro del corazón muestra que hay un método, sólo uno, para llegar al santuario más profundo de una persona. No es el reproche ni la crítica, ni un veredicto ni un código, sino hacer que la gente pruebe algo más, algo más de belleza, de vida, de alegría, un agua mejor. Y añade: Te daré un agua que en ti se convierte en manantial que mana vida. Jesús el poeta de Nazaret usa aquí el bello lenguaje de las metáforas que hablan de la experiencia de todos: agua, viva, manantial. Ya sabes, mujer del pozo, el manantial es más que agua para tu sed, es sin medida, sin cálculo, sin esfuerzo, sin fin, florece en la gratuidad y en el exceso, se desborda más allá de ti y no hace distinciones, fluye hacia toda boca sedienta ¿Qué es ese manantial, quién es, sino Dios mismo? Carlo Molari lo imaginó así: «Dios es una fuente de vida a la que siempre puedes acudir, disponible en cualquier momento, que nunca falla, que no engaña, que como tu aliento no lo puedes sostener para ti solo. Pero no te cierres, o su agua irá más allá de ti…».

Si conocieras el don de Dios… Dios no puede dar menos que a sí mismo (M. Eckart), el don de Dios es Dios mismo que se da. Te daré un agua que se hace manantial, es decir, pondré a Dios dentro de ti, fresco y vivo, claridad y fecundidad de vidas, haré nacer en ti el canto de un manantial eterno, el don es el punto de apoyo de la historia entre los dos, en el muro del pozo: no un cántaro más grande, no un pozo más hondo, sino mucho más: ella, que con tantos amores se había quedado en el desierto del amor, es guiada de vuelta a su fuente, al pozo vivo. Ve a buscar a tu esposo, al hombre que amas. Jesús va directo al centro, pero no señala con el dedo los cinco matrimonios rotos, no espera que se regularice ahora, antes del don. El Maestro con suprema delicadeza no hurga en el pasado, entre los fragmentos de una vida, sino que busca el bien, el fragmento de oro, y lo destaca dos veces: lo dijiste bien, dijiste la verdad. La mujer samaritana es una mujer veraz. Ese Dios en quien están todas nuestras fuentes no busca héroes sino hombres de verdad. Me preguntas dónde adorar a Dios, en qué montaña ¡Pero tú eres la montaña! Tú el templo. Allí donde seas verdadero, siempre que lo seas, el Padre está contigo, como fuente que nunca se apaga.

 

La samaritana o sobre la vida eterna. III DOMINGO DE CUARESMA

P. Raniero Cantalamessa, ofm

El Evangelio de este tercer Domingo de Cuaresma es el fragmento de Juan sobre la Samaritana en el pozo. Todo el episodio está centrado sobre el simbolismo del agua. Jesús, cansado, se sienta junto al brocal del pozo. Viene allí una mujer de Samaria a sacar agua. Samaria es la actual Nablus, que es uno de los puntos calientes del conflicto hebreo-palestino. Le dice Jesús: «Dame de beber». Era como si, en la Nablus de hoy, un hebreo pidiese de beber a un palestino. La mujer se lo hace notar; pero Jesús replica: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva». La mujer intuye que aquel desconocido con aire de profeta está buscando llevarla a un terreno «peligroso» y se defiende cogiéndose al sentido material de las palabras: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo…» pero Jesús insiste: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna». Los dos tipos de agua, puestos en contraste, aquí, indican dos modos de concebir y de realizar la propia vida, dos fines, dos horizontes distintos.

La mujer samaritana ha buscado hasta ahora darle un sentido a su vida y llenar el vacío de su corazón con el amor de un hombre. Pero inútilmente si, como le revela Jesús, ha pasado a través de cinco maridos y al presente vive con un amante. Hasta ahora no ha hecho más que beber del agua, que «no está en disposición de extinguir la sed»; esto es, buscar la felicidad donde no está o es de corta duración. A la Samaritana y a todos los que en cierta medida se reconocen en su circunstancia, Jesús les hace una propuesta radical: buscar otra «agua», dar un sentido y un horizonte nuevo a la propia vida. ¡Un horizonte eterno! «El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna». Centrémonos en esta última palabra de Jesús: «Vida eterna». ¿Qué le ha sucedido a la palabra «eternidad» que en un tiempo transformaba los pensamientos de todos y les ayudaba a soportar con más valentía las penas de esta vida? Eternidad es una palabra caída hoy en «desuso». Es como una antorcha puesta «debajo del celemín». Ha llegado a ser una especie de tabú para el hombre moderno. Nos admira y nos hace sonreír el pensamiento de lo que fue en un tiempo esta idea, que dirigía e iluminaba toda la vida humana. ¿Cuándo habéis oído por última vez un discurso sobre el más allá o sobre la vida eterna? Se cree que este pensamiento pueda disuadir de la firmeza histórica concreta para cambiar el mundo, que sea como una evasión, un «derrochar en el cielo los tesoros destinados a la tierra». «No más cielo, ni más infierno: ya nada más que tierra», ha escrito un ateo moderno. Pero ¿cuál es el resultado? La vida, el dolor humano, todo llega a ser inmensamente mucho más absurdo. Se ha perdido la medida. ¿Habéis visto nunca una de aquellas balanzas, que se operan con una mano, que tienen por una parte la barra de la medida o el peso y por la otra un plato sobre el que se meten las cosas a pesar? Imaginad, ahora, que el peso se haya resbalado y haya caído, ¿qué sucederá? Todo lo que se ponga en la otra parte, en el plato, se avanzará y lo hará precipitarse a tierra. Es lo que sucede en la vida. Si falta el contrapeso de la eternidad, todo sufrimiento y todo sacrificio parece absurdo, desproporcionado, nos «desequilibra», nos arroja a tierra. Falta la medida. San Pablo ha escrito: «La leve tribulación de un momento nos procura, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna» (2 Corintios 4,17). En comparación con la eternidad de la gloria, la carga o peso de la tribulación le parece «leve o ligera» (¡a él que en la vida ha sufrido tanto!) precisamente porque es «momentánea». En efecto, añade: «Pues las cosas visibles son pasajeras, mas las invisibles son eternas» (2 Corintios 4,18). Al filósofo Miguel de Unamuno (que era precisamente un pensador «laico») le reprochaba un amigo que fuese casi orgullo y presunción su investigación sobre la eternidad y él le respondía en estos términos: «Yo no digo que merezcamos un más allá, ni que la lógica nos lo demuestre, digo que tenemos necesidad, lo merezcamos o no, y basta. Digo que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad y que sin ésta todo me es indiferente. Sin ella no hay ya gusto de vivir… Es demasiado fácil afirmar: «Es necesario vivir, es necesario contentarse con esta vida». ¿Y los que no se contentan?» No es quien desea la eternidad el que manifiesta no amar la vida sino quien no la desea, desde el momento en que se resigna fácilmente así al pensamiento de que ella debe acabar. En la vida de toda persona ha habido un momento en que se ha tenido una cualquier intuición de la eternidad, un destello, un sentimiento, aunque confuso, de lo infinito. Yo recuerdo haber vivido siendo muchacho un momento del género. Era verano y, acalorado por el juego, me tumbé boca arriba sobre la hierba mirando al cielo. El cielo azul estaba interrumpido por alguna rara e inmóvil nube blanca. Pensaba: ¿Qué hay detrás de aquel perfil azul? ¿Y más atrás aún? ¿Y más allá? La mente se me asomaba sobre el infinito. ¿Y la eternidad? Me decía: ¿qué significa la eternidad? Mil años y no es más que el comienzo, miles de millones de años y no es más que el principio… La razón se perdía y naufragaba ante el misterio. Por ello, cuando más tarde estudié en la escuela la poesía de Leopardi, El infinito, entendí de inmediato qué quiere decir el poeta cuando habla de «interminables espacios y sobrehumanos silencios». El verso «y el naufragar me es dulce en este mar» ha llegado a ser uno de mis versos preferidos entre todas las poesías que conozco. Quisiera decir una breve palabra, si me lo permiten, a las jóvenes «samaritanas» (y a los jóvenes samaritanos) de hoy. Antes de que transcurra esta estación de vuestra vida, en la que sois todavía capaces de admiraros y dejaros «impresionar» por algo, haced alguna vez la experiencia que hice yo de muchacho. Paraos, alguna vez, a mirar con calma la faz o perfil del cielo o el mar, u otro espectáculo de la misma naturaleza, que os atraiga; buscad tener vuestra mente vacía del todo y sentiréis asimismo vosotros aflorar por un instante el escalofrío de lo eterno y del infinito en vuestra alma. El sentido de la eternidad duerme dentro de cada uno de nosotros. Basta despertarlo para que se expanda de nuevo y nos invada con su perfume. No busquéis la experiencia de lo infinito o el naufragio de la mente en la droga o en otras cosas donde, al final, sólo hay desilusión y muerte. «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed». Lo sabe bien quien ha hecho la experiencia… Es necesario buscar el infinito en lo alto, no en lo bajo; por encima de la razón, no por bajo de ella, en los éxtasis irracionales. Con esta certeza en el corazón es infinitamente más bello vivir y amar. Si no se tiene la eternidad delante de sí, el amor se siente como ahogar, porque todo verdadero amor aspira a ser eterno. Es claro que no basta saber que existe la eternidad, es necesario también saber cómo se hace para conseguirla. Hay que preguntarse como el joven rico del Evangelio: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?» \’7bMateo 19,16). Leopardi en la poesía antes recordada habla de una «valla», que, dice, «excluye la vista de mucha parte del último horizonte». ¿Qué es para nosotros esta «valla» u obstáculo, que nos impide estimular la mirada hacia el horizonte último, el eterno? Pero dejemos estos problemas para otra ocasión. Ya sería mucho con que hubiésemos conseguido despertar en nosotros un poco de esperanza y de nostalgia de la eternidad. ¡A familiarizarnos de nuevo con esta palabra! Esto sería una gran ganancia igualmente para nuestra sociedad y no sólo para la Iglesia. Nos ayudaría a reencontrar el equilibrio, a relativizar las cosas, a no caer en la desesperación frente a las injusticias y al dolor, que existen en el mundo. A vivir menos frenéticamente. Nuestra amiga la Samaritana, aquel día, entendió las palabras de Jesús sobre el agua viva, porque de allí a poco la encontramos transformada en una evangelizadora. Vuelta a la ciudad, va contando a todos, a diestro y a siniestro, sin vergüenza, lo que le ha dicho Jesús. Lo más hermoso para un predicador sería poder oír que le dijeran lo que sus conciudadanos expresaron a aquella mujer después de haber escuchado a Jesús en persona: «Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo».

 

Iglesia en Aragón. Comentario a las lecturas. Domingo 3º Cuaresma, ciclo A.

Viene a Jesús una mujer. Y viene con sus prejuicios, con su sed ardiente y con sus ganas de cambiar.

  1. La Samaritana va a Jesús con sus prejuicios.

* De tipo cultural. En aquella sociedad un hombre no podía hablar en público con una mujer.  Su machismo exagerado no le permite rebajarse y hablar con un ser inferior. Jesús se pone a hablar con ella con toda naturalidad. Él quiere volver al Proyecto original de Dios donde los hombres y las mujeres van a tener la misma dignidad y los mismos derechos al ser “hijos e hijas de Dios”

* De tipo social. Los judíos y los samaritanos no se pueden ver. Hasta el punto que a los judíos les estaba prohibido usar los objetos de los samaritanos: sus vasijas. ya que se contaminarían. Y Jesús no tiene ningún problema de pedir un trago de agua del cántaro de esa mujer. ¿Ves esa agua? No tiene color. Tampoco las personas… judíos y Samaritanos tenemos el mismo color del agua, el color del amor. Todos somos hermanos.

* De tipo religioso. Sólo tenían por inspirados los cinco primeros libros de la Biblia. Los samaritanos son gente extranjera que se había asentado durante el exilio de Babilonia. Lo cierto es que los dos pueblos no se podían ver. Dice la mujer: Nosotros adoramos a Dios en un templo que tenemos en el monte Garicín y vosotros decís que sólo en el templo de Jerusalén se puede adorar a Dios. A este planteamiento dice Jesús: Ni en el Garicín ni en Jerusalén sino en el corazón de cada uno, es decir, “en espíritu y en verdad”. La religión nunca puede ser motivo de división sino de unión. Cuando dos personas tienen a Dios en el corazón no pueden odiarse, ni distanciarse sino amarse.

  1. La Samaritana va a Jesús con su ardiente sed, pero con ganas de cambiar.

Lo que caracteriza a todo hombre y a toda mujer es la sed. Todos tenemos sed: sed de bienestar, de salud, de cariño. En definitiva, sed de felicidad. Lo peor es que, a veces, erramos el camino. Como tú misma lo has errado. Cinco maridos has tenido y el que ahora tienes tampoco es tuyo. Después de ese despilfarro de amor… ¿eres feliz? ¿No te das cuenta de que el cántaro de la felicidad que llenas todas las mañanas con toda ilusión se te queda vacío al atardecer?… Eso le pasa a tantas personas… Quieren llenar su corazón de dinero, de placer, de poder…y no son felices. ¡Si conocieras el don de Dios!… Yo te daría a ti un agua viva, que calma plenamente la sed… Dame, Señor de esa agua… Aquella mujer constató que aquel hombre era distinto de todos los demás. Le llenaba el alma, le llenaba el corazón… se sentía nueva, distinta, sin necesidad de volver al pecado para ser feliz.

  1. La Samaritana se convierte en la primera misionera.

Ella es feliz, pero no quiere guardar su felicidad en su corazón, sino llevarla a su pueblo. Ella ha experimentado quien es Jesús y lleva este mensaje a sus paisanos.  Ellos mismos se van a convencer de que la mujer les ha dicho la verdad.  El apóstol nace de un encuentro al vivo con Jesús. La Samaritana no les dice: Venid a escuchar sino venid a ver, a experimentar. Sólo los convencidos pueden convencer. Sólo los que están llenos, pueden llenar a otros. Sólo los que han hecho una bonita experiencia con Jesús están llamados a contagiar esta misma experiencia.

 

Alfa y omega. 3er DOMINGO DE CUARESMA. La sed de Dios.

El Evangelio presenta la escena de la mujer samaritana. Jesús, después de encontrarse con Nicodemo (doctor de la Ley y rabino), es decir, después de encontrarse con el judaísmo oficial, quiere encontrarse con sus hermanos cismáticos (el judaísmo heterodoxo), que pertenecían al pueblo de Dios, pero habían estado separados durante siglos. En esta página distinguimos varios elementos:

  • Samaría. Es todo un símbolo. Recordemos la parábola del buen samaritano en Lucas. Para un judío observante es territorio hostil y herético. Se han mezclado con los paganos, se han separado del templo, han sido culpables de la división… Intentaron que Jesús no pasara por allí y Él tuvo que corregir a los suyos para que no los maldijeran. Ahí hay algo simbólico. ¿Jesús es enemigo de Samaría? ¿Rechaza esa fe deficiente, semiherética, no muy ortodoxa?
  • El pozo de Jacob. Es el pozo de la antigüedad, excavado por manos humanas, aunque sean muy buenas y dignas. Pero es un pozo limitado, que no es de agua viva, limpia. Es el Antiguo Testamento y todos nuestros viejos testamentos. No es la tradición que arranca del corazón de Dios y se realiza en Cristo. Son las tradiciones, las costumbres. Ese pozo no sacia.
  • Jesús pide de beber. Dios tiene sed. Se ha hecho humano y padece como humano. En la cruz dirá: «Tengo sed» (Jn 19, 28-29). Tiene sed de agua, está muriéndose. Pero sobre todo tiene sed del ser humano. La sed corporal de un hombre desangrado y deshidratado no era más que la exteriorización de una sed mucho más profunda. Es la sed de Jesús, pero también la sed del Padre en Jesús, que tiene sed de una humanidad nueva, entrañable. Por eso es capaz de pagar el precio más que un padre puede pagar: la vida de su propio hijo.
  • La mujer con cinco maridos. Es una mujer equivalente a la imagen de la pecadora del Evangelio, aunque aquí es más compleja la situación. No es una mujer a la altura de Jesús. Es la mujer que ha ido recogiendo las migajas de la vida, que está derrotada, que ha fracasado en sus matrimonios. Es Samaría. Esto no supone desprecio de Jesús, sino acogida cariñosa. Jesús pide de beber, pero ofrece el agua de la vida.

 

  • Cuando la mujer intuye —esto es la fe— quién es Jesús sale a dar la noticia. Y al final los samaritanos dirán: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo».

La sed es símbolo del deseo, y el ser humano es un deseo de infinito: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti», exclama san Agustín en las Confesiones. O el ser humano es un error de la naturaleza disconforme con su condición de criatura y, por eso, descontento, ambicioso, destructivo o su alma es un anhelo inextinguible puesto en él por su Creador.

Somos un majestuoso edificio con más ventanales que piedras; con los muros calculados para que los vanos abran las paredes de par en par. En una palabra: somos una catedral abierta a la Luz, nostálgica siempre de esa Luz. Por eso, por esa apertura total, somos extremosos hasta parecer irracionales. Nuestros amores se disparan hasta la adoración de lo que no lo merece. Pero nuestros odios van más allá de la venganza hasta destruir a la persona que odia. Somos pasión sin límite, fuego ardiente para bien o para mal. Somos demasiado apasionados. Solamente un gran amor a quien ha puesto este exceso puede darnos la paz necesaria para amar a cada cosa y a cada persona con el amor adecuado, y puede evitarnos destruir incluso aquello que amamos con ese amor desmesurado que no le corresponde.

Cuando no se soporta la sed, que es parte de nuestro ser, nuestra mente inventa espejismos, como en el desierto. Solamente la esperanza que nos trae el Señor es capaz de dirigir el deseo a su verdadero objetivo, de moderarnos sin eliminar esa ansia de infinito. La esperanza es la certeza absoluta de ser nosotros deseados por Quien está más allá del deseo.

En este tercer domingo de Cuaresma, podríamos dirigir al Señor con confianza esta oración: «Líbrame de la tentación contra la esperanza, porque mi sed es sed de ti. No quiero beber en ningún pozo de Jacob, en ningún pozo de las pequeñas tradiciones que a veces nos oprimen. Quiero beber en el río que nace de tu costado, en el mar del amor infinito de Dios. Quiero sumergirme como me sumergí en mi Bautismo. Quiero ser un pez cogido por las redes del Señor, y llevado a la barca del Pescador».