IV Domingo del tiempo ordinario

Primera lectura

Lectura de la profecía de Sofonías 2, 3; 3, 12-13

Buscad al Señor los humildes de la tierra, los que practican su derecho, buscad la justicia, buscad la humildad, quizá podáis resguardaros el día de la ira del Señor.

Dejaré en ti un resto, un pueblo humilde y pobre que buscará refugio en el nombre del Señor. El resto de Israel no hará más el mal, no mentirá ni habrá engaño en su boca. Pastarán y descansarán, y no habrá quien los inquiete.

 

Salmo. Sal 145, 7. 8-9a. 9bc-10

R/Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente,

hace justicia a los oprimidos,

da pan a los hambrientos.

El Señor liberta a los cautivos. R/.

El Señor abre los ojos al ciego,

el Señor endereza a los que ya se doblan,

el Señor ama a los justos.

El Señor guarda a los peregrinos. R/.

Sustenta al huérfano y a la viuda

y trastorna el camino de los malvados.

El Señor reina eternamente,

tu Dios, Sion, de edad en edad. R/.

 

Segunda lectura

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1, 26-31

Fijaos en vuestra asamblea, hermanos: no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; sino que, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor. A él se debe que vosotros estéis en Cristo Jesús, el cual se ha hecho para nosotros sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención. Y así —como está escrito—: «el que se gloríe, que se gloríe en el Señor».

 

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Mateo 5, 1-12a

En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:

«Bienaventurados los pobres en el espíritu,

porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados los mansos,

porque ellos heredarán la tierra.

Bienaventurados los que lloran,

porque ellos serán consolados.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.

Bienaventurados los misericordiosos,

porque ellos alcanzarán misericordia.

Bienaventurados los limpios de corazón,

porque ellos verán a Dios.

Bienaventurados los que trabajan por la paz,

porque ellos serán llamados hijos de Dios.

Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».

 

COMENTARIOS

Bienaventurados los que andan en el camino del Señor

Avvenire. El evangelio por Ermes Ronchi, IV Domingo del Tiempo Ordinario – Año A

Estamos ante palabras abisales, de las que no podemos ver el fondo, lo más alto de la historia de la humanidad (Gandhi). Es la primera lección del maestro Jesús, al aire libre, en el monte, con el lago de fondo, y ha elegido la felicidad como primer tema. Porque es lo que más necesitamos, lo que todos buscamos, en todos los sentidos, todos los días. Porque la vida es, y sólo puede ser, una búsqueda continua de la felicidad, porque Dios quiere hijos felices. El joven rabino parece saber el secreto y lo resume así: Dios da alegría a quien produce amor, da vida a quien construye la paz. Se opone a la corriente de todos los maestros nuevos o antiguos, los fascinados por la autorrealización, fascinados por la búsqueda del propio bien, que lo remiten todo a sí mismos. El maestro de vivir pone en fila a los pobres, a los mansos, a los hambrientos, a las personas de corazón limpio y bueno, a las que se interesan por el bien común, a las que tienen los ojos en los ojos y en el corazón de los demás. Juzgados perdedores, azotados por la vida, y en cambio son los hombres más verdaderos y más libres. Y para ellos Jesús pronuncia, con divina monotonía, nueve veces un término propio de la cultura bíblica, ese «bienaventurado» que es una palabra espía, que aparece más de 110 veces en la Sagrada Escritura. No se limita a indicar sólo una emoción, aunque sea la más bella y rara y deseada. Quizá podamos adivinar algo de su rico significado cuando, al abrir el libro de los Salmos, el libro de nuestra vida vertical, nos topamos inmediatamente, desde la primera palabra del primer salmo, con que «bienaventurado el hombre que no va por el camino de los malvados».

Es esclarecedora la traducción del hebreo que de ella hace A. Chouraqui: «bienaventurados» significa «en camino, de pie, marchando, delante de vosotros que no vais por la senda del mal», Dios camina con vosotros. Bienaventurados, vamos, no os detengáis, obstinados en proponer justicia, no dejéis caer los brazos, no os rindáis. Tú que construyes oasis de paz, que prefieres la paz a la victoria, sigue adelante, es el camino correcto, no te detengas, no te desvíes, adelante, porque este camino va derecho hacia el feliz florecimiento del ser, hacia nuevos cielos y una tierra nueva, da a luz hombres más libres y más verdaderos. Jesús relaciona la felicidad con la justicia, dos veces, con la paz, con la mansedumbre, con el corazón limpio, con la misericordia. Lo hace porque la felicidad es una relación, se basa en dar y recibir lo que nutre, cuida, custodia, hace florecer la vida. Y sabe poner una caricia en el alma. E incluso a los que han llorado mucho un ángel misterioso les anuncia: Vuelve a empezar, vuelve a empezar, el Señor está contigo, envuelve tu corazón, abre al futuro. Tú cuidas la vida de alguien y Dios cuidará la tuya.

 

Dichosos los pobres en el espíritu. IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

P. Raniero Cantalamessa, ofm

El Evangelio de este Domingo es un fragmento de las Bienaventuranzas y comienza con la célebre frase: «Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». La afirmación «dichosos los pobres en el espíritu» es hoy frecuentemente malentendida o hasta citada con una sonrisita de compasión, como algo a dejar creer para los ingenuos. Y, en efecto, Jesús no ha dicho nunca simplemente «¡Dichosos los pobres en el espíritu!», nunca; ni siquiera ha soñado decir una cosa semejante. Ha dicho más bien: «Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos», que es una cosa bien distinta. El pensamiento de Jesús se rebaja completamente y se vulgariza cuando se cita su frase por la mitad. ¡Ojo con separar las bienaventuranzas de su motivación! Sería, por poner un ejemplo gramatical, como si uno pronunciase una prótasis (gramaticalmente, es la primera parte del período o exposición de algo en la que queda pendiente el sentido, que se completa o cierra en la segunda parte) sin hacerla seguir de una apódosis. Supongamos que yo os diga: «Si hoy sembráis…» ¿qué habéis entendido? ¡Nada! pero si añado: «mañana segaréis…», de golpe todo llega a estar claro. Así, si Jesús hubiese dicho sencillamente: «¡Dichosos los pobres!», la frase sonaría absurda; pero cuando añade «porque de ellos es el Reino de los Cielos», todo llega a ser comprensible. Pobreza es una palabra ambivalente. Puede significar dos cosas diametralmente opuestas: la pobreza como una condición social impuesta, que deshumaniza, y por ello hay que combatirla; o la pobreza elegida libremente como opción o estilo de vida, que hay que cultivar o cuidar.

En esta ocasión, hablamos de la bienaventuranza de los pobres, esto es, de la pobreza positiva o como opción dejando para otra ocasión el tema de la pobreza, que hay que combatir. En la Biblia, antes de la venida de Cristo, no se habla nunca de la pobreza material como opción voluntaria de vida. Como máximo se habla del deber de socorrer a los pobres, pero nunca de hacerse pobres voluntariamente. ¿Por qué? Simplemente, ¡porque todavía no había venido el reino de los cielos! No existía aún el motivo superior, el bien infinitamente más alto, que para obtenerlo hay que renunciar racionalmente, si es necesario, a todos los demás bienes hasta a un ojo, a una mano y a la misma vida. Pero ¿qué es este dichoso o bendito reino de los cielos, que ha realizado la verdadera «inversión de todos los valores»? Es la riqueza que no pasa, la que los ladrones no pueden robar, ni la polilla corroer. Es la riqueza, que no se debe abandonar o dejar para los demás con la muerte, sino que se lleva consigo. Es el «tesoro escondido» y la «perla preciosa» (Mateo 13, 44ss.), que, dice el Evangelio, para obtenerlos vale la pena darlo todo. El reino de Dios, en otras palabras, es Dios mismo. Su venida ha producido una especie de «crisis de gobierno», un reajuste radical de alcance universal. Ha abierto horizontes nuevos. Algo como cuando en el Cuatrocientos se descubrió que existía otro mundo, América, y las potencias, que tenían el monopolio del comercio con oriente, como Venecia, se encontraron de golpe destrozadas y entraron en crisis. Los viejos valores del mundo (dinero, poder, prestigio) han resultado cambiados y relativizados a causa de la venida del reino, incluso si no han sido maldecidos. ¿Quién es ahora el rico? Un hombre ha puesto aparte una ingente suma de dinero; durante la noche, sin embargo, se ha producido una devaluación de la moneda del cien por cien; por la mañana, se levanta siendo uno «que no tiene nada», aunque quizás todavía no lo sepa. Los pobres, por el contrario, son favorecidos por la venida del reino de Dios, porque, no teniendo nada que perder, están más dispuestos a aceptar la novedad y no temen el cambio. Ellos pueden invertirlo todo en la nueva moneda. Están más dispuestos a creer.

Quien ha descubierto mejor esta nueva situación ha sido la Virgen en su cántico del Magníficat. Dice: «Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lucas 1,52-53). María, como se ve, habla de todo ello como de algo ya ocurrido. Pero si interrogamos a la historia de la época no encontramos ninguna revolución de este tipo. Al contrario, los poderosos, como Herodes, han permanecido en el trono y los humildes, como ella y José, han tenido que huir a Egipto para salvarse. Para los ricos les fue ofrecida una posada en Belén; mas, para ella y para José, no. Es verdad. Pero miremos las cosas con algo de distancia. ¿Dónde están ahora aquellos ricos? ¿Dónde está Herodes el Grande? Tragados en el olvido de la historia o en la acusación. Por el contrario, ¿quién no conoce, no recuerda y no ama a María, a su esposo y a su hijo? ¿Cuál de estas dos categorías ha sido verdaderamente «dichosa»: la de los poderosos y de los ricos o la de los humildes y pobres? La revolución, por lo tanto, ha existido y ¡cómo!; pero ha tenido lugar en la fe, en un plano más profundo, no sobre el plano visible y temporal.

Lo sé; nosotros acostumbramos a razonar de forma distinta. Creemos que los cambios que cuentan son los visibles y sociales, no los que suceden con la fe. Decimos: «¡Ah!, ¡si hubiera habido una verdadera revolución social de los pobres y de los esclavos y hubieran arrojado fuera de una vez para siempre a todos los ricos y poderosos!» pero propiamente ¿esto es verdad? Nosotros hemos conocido muchas revoluciones de este tipo en el siglo pasado; pero hemos visto cuán fácilmente después de algo de tiempo terminan por reproducirse con otros protagonistas y con la misma situación de injusticia, que decían querer eliminar. Hay planos y aspectos de la realidad que no se distinguen a ojo limpio sino sólo con la ayuda de una luz especial. Hoy vienen percibidas fotografías de enteras regiones de la tierra con rayos infrarrojos por satélites artificiales y ¡cómo aparece distinto el panorama a la luz de estos rayos! Existe igualmente la posibilidad de fotografiar una zona desde el avión «a luz radiante» y descubrir con ello, en efecto, la composición del mismo terreno, que está debajo. Con este método han sido descubiertas en Val Padana (Italia) unas ciudades etruscas, que habían permanecido sepultadas hasta hace poco. Pues bien, el Evangelio y en particular nuestra bienaventuranza de los pobres es esta «luz radiante» con estos rayos infrarrojos. Ello nos da una imagen distinta de la vida y del mundo. Se nos permite conocer lo que hay debajo o más allá de la fachada. Se nos permite distinguir lo que permanece de lo que pasa.

No podemos, sin embargo, contentarnos con solicitar a la mente sólo algunos principios y verdades generales. Debemos, asimismo, preguntarnos: un cristiano o una persona de buena voluntad, ¿qué puede hacer concretamente en este campo? Sin pensar en elecciones de pobreza radical, (que también hoy son posibles y practicadas por no pocos, que se sienten llamados a ello) hay algo que todos podemos hacer: ¡la sobriedad, la moderación, no al derroche, no al consumismo, no al lujo desenfrenado, que es un insulto a tanta gente pobre! Está claro que por sí misma no es la abundancia de los bienes materiales la que puede excluir del Reino sino el mal uso que se hace. Uno podría ser rico de bienes, pero «pobre en espíritu», esto es, no apegado a ellos sino pronto a usar los recursos también para el bien de los demás. Por ejemplo, creando nuevos puestos de trabajo, más que abriendo nuevas cuentas en el banco o construyéndose nuevas villas, chalets o posesiones rústicas. Nosotros, los italianos, y también los españoles, sufrimos el complejo de quien ha tenido una infancia con dificultades y ha sufrido hambre de niño (y esto nos excusa, al menos en parte). Una persona del género, encontrándose en la abundancia, se lanza ávidamente sobre todo casi como para rehacerse o por miedo incluso a perderlo. Éramos «gente pobre»; ahora, somos contados entre las naciones ricas del mundo. Es claro que esto es un bien, del que debemos dar gracias a Dios y a las generaciones que con tantos sacrificios y tenacidad lo han realizado después de la guerra. Pero ahora es necesario que encontremos un equilibrio. El bienestar nos ha subido un poco a la cabeza.

Pero aún quiero decir algo positivo. La elección de la pobreza y la simplicidad de vida, bien entendida, es una elección para la alegría. Jesús promete «dicha» a los pobres en el espíritu, esto es, felicidad, alegría de corazón, y no sólo en el otro mundo sino también en éste. Es muy significativo que san Francisco de Asís, el santo de la pobreza, sea conocido además como el santo de la perfecta alegría y de la fraternidad universal. No poseyendo nada, él sabía gozar de todo. Todo era suyo, el sol, la luna, las fuentes, los animales. Francisco y Clara eran un poco como Adán y Eva en la mañana siguiente de la creación. Gente que «no tiene nada y lo posee todo» (1 Corintios 6,10). Lo contrario de lo que le sucede al avaro insaciable. Queriendo poseerlo todo, no goza de nada; no encuentra gusto en contemplar una obra de arte en un museo o una puesta de sol sobre los montes Dolomitas. No encuentra interés alguno en aquello de lo que no puede decir: «¡Es mío! ¡Me pertenece!». La sencillez y la sobriedad representan, en segundo lugar, una elección para la libertad y esto ya en el estricto plano humano. Las demasiadas cosas, las necesidades inútiles y artificiales crean costumbre y hacen incapaces de cualquier renuncia y adaptación al cambio. Sofocan los valores más profundos y hacen esclavos de la necesidad. La felicidad no consiste en poder satisfacer todas las necesidades sino en tener las menos necesidades posibles que satisfacer. Me gusta recordar para permanecer en este plano humano y, por así decir, laico las palabras de un escritor inglés, Jerome K.Jerome, autor del famoso libro Tres hombres sobre una barca (un humorista, que en este caso, sin embargo, habla con seriedad): «Cuánta gente carga la propia barca de una infinidad de baratijas, que creen necesarias para que el mismo viaje resulte agradable, en el dilatado viaje en el río de la vida hasta casi hacerlo sucumbir; pero en realidad, todas son inútiles y sin importancia. Más bien, ¿por qué no hacer que la barca de nuestra vida sea ligera, cargada sólo de las cosas que verdaderamente son necesarias?: una cassette agradable, placeres sencillos, uno o dos amigos dignos de este nombre, alguno al que amar y alguno que te ama, un gato, un perro, una pipa o dos, y suficiente para comer y para cubrirse. Encontraremos de este modo que es mucho más fácil empujar la barca. Tendremos tiempo para pensar, para trabajar y, también, para beber algo estando relajados al sol». Ciertamente no es el ideal evangélico de la pobreza por el Reino; pero al menos, nos hace ver cómo eso no sea contrario a la felicidad humana sino más bien un potente aliado suyo.

 

Iglesia en Aragón. Comentario a las lecturas. Domingo 4º Ordinario, ciclo A.

1.- “Al ver el gentío, subió al monte, se sentó, y se acercaron sus discípulos.” Subió al monte, como nuevo Moisés, y se sentó como Maestro. Los rabinos se sentaban en la cátedra de Moisés en las sinagogas (Mt. 23,2). El gentío significa que esa doctrina está destinada a la muchedumbre, a todos. Se acercan los discípulos. Esa doctrina tan sublime sólo la pueden entender los que han estado tan cerca de Jesús que ya han “experimentado” algo. Sólo el que ha experimentado el perdón de Dios está capacitado para perdonar y el que ha experimentado el amor de Jesús está capacitado para amar “como Él nos ha amado”. Doctrina maravillosa capaz de hacer una HUMANIDAD NUEVA. Pero sólo captada por “Los hijos del Reino”.

2.– “Bienaventurados los pobres en el espíritu”.

Éstos no son los que tienen un espíritu apocado, sino los “pobres de corazón”. “los que tienen alma de pobre”, los que se arriesgan a vivir como Jesús, el cual “siendo rico se hizo pobre por amor para enriqueceros con su pobreza” (2 Cor. 8,9).  Mirándolo bien, Mateo no rebaja las exigencias de Lucas al hablar sólo de “pobres” sino que extiende el sentido de pobreza “y lo radicaliza”. Todos los bienes materiales o espirituales que Dios nos ha dado no son para enriquecernos, sino para enriquecer a otros que carecen de esos dones.

3.– Las bienaventuranzas no están pensadas por Jesús sólo para la otra vida.

Se realizan ya en esta vida. El grave error de los cristianos, con una espiritualidad mal entendida, consiste en pensar sólo en el cielo. Así entendido tenía razón Karl. Marx cuando hablaba de la religión como “el opio del pueblo”. ¡Qué más quieren los corruptos, los violentos, los malvados…que les dejemos este mundo para ellos!… Nos dice el Concilio Vaticano II que “precisamente porque creemos en una vida futura feliz” no podemos desentendernos de este mundo. El cielo se construye con materiales de esta tierra. El Reino nuevo y maravilloso traído por Jesús comienza aquí. “El reino está dentro de vosotros” (Lc. 17,21). Tú llevas en ti mismo un amigo sublime que no conoces. Porque Dios reside en el interior de todo hombre, pero pocos saben encontrarlo. Este Jesús me empuja, desde dentro, a realizar un mundo nuevo, un mundo soñado por Dios. Soy consciente de que la perfección de ese Reino no la conseguiré aquí. Por eso todo lo que hago lo hago con esperanza. De esta manera mi vida nunca será una carga para mí, sino un camino de perfeccionamiento moral de mi ser. Lo perfecto se dará en la vida futura.

 

Alfa y omega. 4º DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO.

Las bienaventuranzas: el rostro de Jesús

Nos encontramos en el domingo IV del tiempo ordinario. Si el Evangelio del domingo anterior nos presentaba el comienzo de la misión de Jesús con la elección inmediata de sus primeros colaboradores, este se centra en un rasgo muy importante de esa misión: en la humildad, en la pobreza, en la confianza radical en Dios. Por tanto, esa misión de Jesús se dirige primariamente a aquellos que confían en Dios y viven en la humildad y en la pobreza.

Escuchamos el sermón de la montaña. Es el primer gran discurso que Mateo elabora con las palabras de Jesús. El programa de un reformador, un líder social o un profeta se puede resumir en una serie de frases esenciales que tal persona ha repetido hasta la saciedad. El evangelista Mateo concentra aquí lo que Jesús más ha predicado. Más todavía, trata de presentar aquí el retrato de Jesús.

De este modo, las bienaventuranzas son un verdadero icono de Cristo. Él es manso (11, 29; 12, 15-21; 21, 5); misericordioso (9, 27-31; 15, 22; 17, 14-28; 18, 33; 20, 29-34) y perseguido (27: 27-31, 39-44). Así, recordemos las palabras de Jesús en 5, 48: «Sed pues perfectos como vuestro padre celestial es perfecto». En este caso, la perfección se identifica con la imitación de Cristo.

Jesús quiere mostrar ahora su corazón y su rostro. Eso son las bienaventuranzas. No son diez, porque no son mandamientos del Sinaí. No son tablas. Es un rostro. No habla Dios entre truenos. Habla un hombre entrañable: Jesús. Ciertamente, la imagen de Moisés está aquí presente (cf. Éx 24, 12-18), porque Jesús ha subido al monte a proclamar la Nueva Alianza. Es el Sinaí, pero donde antes había rayos y terror ahora está el rostro humano del Señor sentado en calma, y la gente en su entorno escuchando con paz. Este es el cambio: del Dios terrible y tremendo al Dios amigo, lo cual no quiere decir que no se adore y no se respete. Pero es ahora el Dios amigo, el Dios que se escucha desde el corazón.

Jesús indica en este sermón dónde está la felicidad. La repetida palabra «dichosos» es una especie de felicitación. Es la canonización que Jesús hace de determinados sectores o vivencias del ser humano. Pero cuando Jesús dice «bienaventurados» no lo dice simplemente como un deseo de felicidad en esta vida, sino como una orden, una decisión de felicidad para siempre.

El pasaje de este domingo es uno de los momentos más importantes del Nuevo Testamento. Estamos ante las palabras más comprensivas y más sintéticas en las cuales está metida la totalidad del Evangelio, la totalidad de la vida de Jesús. La palabra «dichoso» marca el sentido y el contenido de las propuestas: dichosos los pobres, los sufridos, los mansos, los que lloran hoy, los pacificadores, los limpios de corazón… Cada bienaventuranza tiene tres partes. La primera es la canonización por parte de Dios. La segunda parte, el centro, es una serie de personas que están en situación desfavorable: los pobres, los sufridos, los que lloran… Y hay una tercera parte: Dios. Suyo es el Reino, Dios se lo entrega. Serán hijos de Dios, la verán, recibirán la justicia de Dios.

La palabra que a nosotros nos llama más la atención es pobres, sufrientes… Está enmarcada en dos palabras importantes: Dios que canoniza y Dios que se presenta como la salud, la riqueza, la alegría, el amor. Este es el sentido de las bienaventuranzas. No es una ley moral que nos exija ser pobres. Y, sin embargo, cuando uno escucha esta página del Evangelio dan tantas ganas de ser pobres, a pesar de nuestras cobardías y de nuestros a prioris burgueses, que van más allá de la moral. Dan tantas ganas de acercarse a Jesús pobre y a Jesús sufriente que, posiblemente, estas palabras tengan mucho más efecto que cualquier ley moral o cualquier ley social.

La alegría viene de la fe sentida y afirmada de Dios en la vida de estos pobres. Es la alegría de entregarse a Dios, de amar su voluntad, de vivir en Él. A veces los cristianos estamos tan acostumbrados a ver a las cientos de miles de personas que se han consagrado a Dios, haciéndose voluntariamente pobres e insignificantes para servir a los pobres y estar a su lado, que no las valoramos. Sería gratificante acercarnos a estos núcleos de cristianos. Nos enseñarían —quizá dentro de la mediocridad de sus vidas— el valor de las bienaventuranzas.