Nicodemo, un fariseo bueno, honesto. El mismo que defendía al Señor frente al Sanedrín. El mismo que llevaría el ungüento para ungir su cuerpo muerto. Pero hoy, nos lo encontramos casi al comienzo del evangelio de Juan. En una conversación con Jesús que es como un prólogo a la actividad que el Señor emprenderá.

Una conversación que nos deja a las claras cómo es Dios. Sí. Porque siempre nos gusta imaginarlo como aparentemente parece que es, según nos lo muestra la primera lectura. Los hombres se portaban tan mal que consiguieron que se subiera “la ira del Señor contra su pueblo a tal punto que ya no hubo remedio”. “Los caldeos incendiaron la casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalén, pegaron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Y a los que escaparon de la espada los llevaron cautivos a Babilonia”. Y el pueblo ya no volvería a ser lo que era hasta que no hubiera pagado por todos sus pecados. 70 años tuvieron que cumplirse.

Así es, Dios nos premia si nos portamos bien y nos castiga si nos portamos mal. ¿La dichosa pandemia? ¡Pero si es que nos merecemos este castigo de Dios! ¿Qué esa persona ha tenido mala, muy mala suerte en la vida? ¡Qué habrá hecho para que Dios lo castigue así!

Y es que, en el fondo es preferible un Dios así. Basado en la justicia humana. El que lo hace, lo paga. Conforme vaya cumpliendo los preceptos y mandamientos, me iré acercando a la salvación. Y viendo a Dios en el horizonte. Viéndole, sí, pero en el horizonte. Como al sol: sintiendo el calor, pero sin acercarme demasiado, que podría quemarme. Dios allá y yo aquí. Y a cumplir.

¡Pues no! Dios se hizo hombre. Y lo hizo por amor. Y dio su vida por amor. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único (…). Y Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. No le hagamos a Dios ser lo que no es. Dios es solo amor. Y amor no juzga. El amor no condena. El amor ama. Nada más.

Y este sí es nuestro Dios. No el del trono real, sino el de la cruz…