Sé que la definición de cristiano puede expresarse de muchas formas, y ésta una más. Pero… ¡qué amplia resulta! Porque da valor  a todo tipo de vocación: una monja de clausura (que nunca volverá a pisar la calle, pero siempre estará con Dios), una monje trapense (que en el silencio encontrará a Dios), una madre de familia (que entre fogones siente a Dios),  un deportista (que entre sudores percibe a Dios), un estudiante (que entre libros advierte a Dios), un médico (que entre enfermos palpa a Dios), un…

Da igual el camino que un cristiano tomé. Si siente de verdad al Señor, no le quedará más remedio que “significarlo” allí donde esté.

Claro, ello implica algo que muchas veces se nos olvida: hablamos de hacer lo que él nos dijo, de comportarnos como a él le gustaría, de amar como él nos amó. Pero eso sería imposible si primero no lo hacemos nuestro. Si no lo tenemos en nuestro corazón, si no nos hacemos uno con él. En definitiva, cuanto más nos conformemos con Cristo, más fieles a él seremos, y más fácil nos resultará ser signos de él en nuestros ambientes.

Aunque ello me lleva a una reflexión que me desborda: ¿Por qué quiso Jesús “necesitar” de nosotros para llevarlo a los demás? Sabe de nuestra debilidad, de que no somos más que un cacharro frágil, que se resquebraja en cuanto las dificultades surgen que…

Supongo que, más que intentar entenderlo, mejor arrodillarme ante él para orar. Quizás esa oración que hay en la cueva de San Julián el tranquilo.

 

                               Padre,
                               me pongo en tus manos,
                               como el barro en manos del alfarero,
                               como el mimbre en manos de San Julián.
                               Moldéame, mimbréame.
                               Que sea signo cálido de tu amor
                               en este nuestro mundo.
                               Y, siempre, siguiendo tu voluntad…