“La alegría es el amor disfrutado; es su primer fruto. Cuanto más grande es el amor, mayor es la alegría (Santo Tomás).

Si algo sabemos es que la alegría es un signo presente en la vida cristiana. No es algo propio de la actualidad, ya que ya llamaba la atención en los primeros cristianos. Muchas veces me cuestiono ¿somos los cristianos realmente los portadores de esa alegría o nos conformamos con ser del mundo?  Si nos paramos a pensar, hoy, se ha vuelto más bien algo excepcional, no nos extraña conocer a gente con rostros decepcionados, dejando paso a la tristeza (solo cabe en quien ha perdido la esperanza o ha sido abandonado), sentimiento que debemos arrancar en cuanto aparece, con los sacramentos que nos ofrece cada día y con el servicio sin esperar recompensa aquí en la tierra. Tal vez hoy más que nunca percibimos la alegría y al amor como algo misterioso. ¡Ojo! Se nos escapa un pequeño matiz, y es que los cristianos tenemos un motivo fundamental para estar alegres tanto interior como exteriormente: “Somos hijos de Dios y nada nos debe turbar”. Nada, también incluye circunstancias determinantes, y exige tener una mirada enfocada a la fidelidad y fe en Dios, abrazando nuestra propia Cruz, aunque a veces sea Él mismo el que rompa nuestros esquemas. La alegría es propia de los enamorados y los católicos tenemos muchas y muy buenas razones para tener esa alegría, no podemos olvidar que “un santo triste es un triste santo”.

Para ello fijémonos en la vida de los santos y sobre todo en la figura materna de María (Lc 1, 46-48) para que nos ayuden a ser seguidores alegres, viviendo en nuestros entornos el apostolado convincente de la alegría y de la entrega sincera sabiendo que nace de la fe en Cristo crucificado y resucitado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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