Y aquí van siete reflexiones de siete jovenes acerca de siete palabras de Jesús en la cruz.

 

PRIMERA PALABRA:

“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”

Después de todo lo que le han hecho, de las burlas, de los golpes …; él va y los perdona.

Que difícil nos lo pone diciendo que sigamos su ejemplo.

Me duele mucho verle ahí en la cruz, con clavos en sus manos y en sus pies, ver como corre su sangre, mezclado con el sudor, ver las costras de las heridas de sus caídas y de los latigazos. Pero también me duele ver como los perdona, me da rabia, angustia. Una de las razones, es porque ellos no lo entienden y les hace aún más gracia y provoca aún más burlas; la otra, es porque yo no sería capaz de hacerlo.

Lo que pasa es que después de todo lo que dijo y de las muchas cosas que no entiendo, esto que está haciendo, es de lo poco que si llego a entender. Su misericordia es tan grande. Su amor es tan incondicional que sufrió todo eso por todos nosotros, incluidos ellos. Como no los iba a perdonar. Es todo amor. Más que perdonar, es amar.

Yo quiero aprender eso de él. Quiero poder ser capaz de perdonar a los que más daño me hacen, bueno no solo perdonar, si no llegar a amarlos.

SEGUNDA PALABRA:

“Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso”

La cruz es símbolo de amor, de entrega, de sacrificio. La cruz no es solo de Cristo; sino que todos tenemos la nuestra. Creo firmemente que en nuestro via crucis personal que es la vida, adoptamos siempre dos posiciones: la de crucificado y la de observador. Todos nos ponemos tarde o temprano en el lugar de María, de Juan o de aquella a la que llamaban La Magdalena. Observamos, impasibles, fieles y llenos de amor a aquellos que en nuestro camino miran su realidad desde lo alto de la cruz. Y al revés, cuando somos nosotros los que sufrimos el dolor de los clavos, los que sentimos el padecer de nuestros problemas, solo podemos perdonar a los que nos miran desde los pies de la cruz. A todos nos llega nuestra crucifixión particular cuando afrontamos cara a cara los problemas con la única salvedad de que Jesús no se enfrentó a sus problemas, sino que los nuestros los hizo suyos por la razón más pura que existe, el amor.

Acercándonos un poco a la situación actual hemos de poder encontrar estas palabras reflejadas en nuestros sanitarios. Ellos y ellas afrontan cada día con más fuerza la adversidad que se nos presenta. Agarran su cruz y día sí, día también se exponen, se entregan y dan la vida. Que fácil le hubiera sido a Jesús negarse a todo aquello, haberse escondido o haber hecho lo posible por qué no hubieran ocurrido aquellos acontecimientos. Pero allí estuvo, el primero, al pie del cañón por todos y cada uno, por cada persona que sufría por el pecado que es la peor de las enfermedades. Cristo usó un remedio mayor para combatir esta terrible enfermedad.

Cierto es que en su camino hacia la mayor de las heroicidades fue acompañado. Seguido constantemente por miradas atentas y, aunque esquivas y equivocadas en ciertos momentos, llenas de cariño y empatía. Adoptamos nosotros ese papel, el de observar y, sintiendo una impotencia infinita, acompañar y dar apoyo desde nuestros balcones con nuestras miradas atentas y aplausos enérgicos. ¡Cuánto nos gustaría poder coger una escalera y bajar a Cristo de la cruz con nuestras manos! ¡Cuánto nos gustaría quitarnos ese papel de meros observadores y dejar de mirar con compasión a Cristo para poder entrar a la acción y participar de su misión!

Sin embargo, ¡esto es posible! Dejemos de actuar con pasividad, dejemos de mirarle desde los pies de la cruz y ayudémosle a dar con el cambio. Porque son en estos momentos de miedo, de incertidumbre cuando más juntos tenemos que estar, entre nosotros y con Jesús. Apoyémonos en su cruz y confiemos pues, aunque lo vemos clavado en el madero, nos da fuerza en todo momento. Él nos pide que no nos olvidemos de su presencia, que nos cuida y que no perdamos la fe dudando por muy difícil que se pongan las circunstancias. Que en nuestro papel de observadores no perdamos el camino hacia a Él y confiemos más y más fuerte en sus palabras: “Yo soy el camino, la verdad y la vida, el que crea en mí, aunque muera, vivirá” y “en verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

TERCERA PALABRA:

“Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu madre”

Cierro los ojos y me veo ahí, a los pies de la cruz, observando sin saber que hacer viendo como sufres, sin hacer nada por miedo, angustia, sufrimiento… Sabiendo que estás ahí por todos nuestros pecados, nuestra cobardía, nuestra debilidad, nuestra falta de confianza y de fe. Te estamos causando tantísimo dolor que vas a acabar pagando con tu muerte.

¿Y a cambio de este grandísimo acto de amor por nosotros que hacemos?  Arrepentimiento, aceptación, debilidad… La respuesta es no, en muchas ocasiones te dejamos de lado por nuestros problemas, nuestras convicciones e incluso en ocasiones traición (como judas), negación (como Pedro) …

“Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu madre” Tú sabiendo todas nuestras pegas, nuestros defectos, nuestras deslealtades, no solo decides dar la vida por nosotros, sino que nos entregas a maría como madre de todos y a juan como ejemplo de valentía permaneciendo fieles a ti al pie de la cruz.

Jesús y María, habéis compartido totalmente el sufrimiento: Jesús en la cruz, tu costado es traspasado por la lanza, María, esta lanza traspasando tu corazón. Ella, La virgen, que oía y creyó, nos recibes con el mismo amor con el que recibiste a tu hijo en aquel pesebre, acurrucándonos contra tu pecho, mientras padeces un insufrible dolor tras ver fenecer a tu hijo.  Porque el amor es más grande y fuerte que la muerte y solo a los pies de tu cruz, podemos contemplar el acto de amor más grande.

Pienso en algunas situaciones donde he sentido un gran sufrimiento, un desgarro por dentro, un conflicto personal o incluso la perdida de seres queridos. Y en ocasiones te digo tus propias palabras: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”.  En estos momentos, donde te necesito a partes iguales que no te entiendo, que te detesto, ahora me pongo a los pies de la cruz.  Te pido que me enseñes a comprenderte, a sentir y guiar mi dolor, mi sufrimiento mi pena. Para que sepa encontrarte de nuevo y me ilumines el camino, fortalezcas mi fe y resuelvas mis dudas con tu amor compasivo.

Porque al igual que te preguntaste y encontraste respuestas, me digo ¿Por qué ella?, ¿Por qué mi familia?, ¿Por qué? Pero también me pregunto ¿cuánto te hago sufrir señor? Cuando no cumplo tus mandatos, cuando pienso en mí, en mí y después también en mí, cuando acudo a ti únicamente porque te necesito.

Pero con cuanta frecuencia te dijo Jesús, confió en ti o hablo contigo simplemente como un amigo más y no porque necesito algo. Pero realmente no somos conscientes de que tu Señor, estas en nosotros siempre, Sin excusas. Podrías decir tú lo mismo de mí. Al igual que María, Una madre nunca rechaza a sus hijos, aun cuando estos sean rebeldes; por tanto, yo también puedo encontrar mi lugar bajo ese manto. Al igual que tu Señor, que sufriste y te redimiste por nosotros, te pido que nos ayudes a sobrellevar nuestros pesares y poder estar unidos a ti más que nunca.

Por eso me pregunto, si yo estaría dispuesta a seguirte son los ojos cerrados, sin miramientos… En estos momentos tan duros para todos, ¿realmente nos han abandonado? Claro que no, sé que no, que ahora solo veo dos huellas mientras camino por la playa, y sé que aunque ahora no lo vea, esas huellas son tus pies que aguanta mi carga e intenta calmarme.

CUARTA PALABRA:

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

La cuarta palabra, quizás la más dura de escuchar o, al menos, la más desconcertante para nosotros, pues en ella, Jesús expresa su sufrimiento como Dios hecho hombre en la cruz, el momento en que vemos que el Señor, así como Dios, también es hombre. Un hombre que siente soledad, que se hunde al ver cómo ha sido abandonado por los mismos discípulos a los que él amaba. Habiendo sido torturado, insultado y flagelado, viendo como los mismos que lo aclamaron, ahora, lo condenan. Y en todo esto, curiosamente encontramos claramente una cohesión con lo que él predicó anteriormente: y es que, nadie tiene amor más grande que el que él da la vida por sus amigos.

Pues, es lo que estaba haciendo. Y no solo eso, también estaba dando la vida por sus enemigos. Aquellos que lo crucificaron. Aquellos que deseaban verlo muerto. Porque en el momento de su sacrificio, Jesús convierte en amigos a todos, pues un amigo es aquel que se priva de cualquier cosa para ofrecértelo, si tu realmente lo necesitas. Aquel que edifica contigo en vez de destruir contra ti. Aquel que, si puede, te salva. Realmente no creo que esto sea un grito de reclamo a Dios Padre. Si no más bien es un grito de dolor por abandono del hombre que no quiere ser salvado. Y a la vez es un grito de esperanza, pues él sabe que con esa acción está salvando a todos los que acaba de convertir en sus amigos.

QUINTA PALABRA:

“Tengo sed”

Tengo sed, dice Jesús. Tiene sed. Pero sed, ¿de qué? ¿Quería agua Jesús? No sé. No creo. Probablemente, lo último que anhelaba en ese momento era beber agua, aunque ello le fuera a aliviar ligeramente el dolor físico, porque su sufrimiento no era solo físico. Jesús tenía sed de Pedro, tenía sed de Juan, y de María, su madre, y de Judas, quién había sido débil. Jesús tenía sed de toda la humanidad. Tenía sed de ti. Y aún la tiene.

Pasemos por un momento a un plano más real. En lo que textualmente se refiere, Jesús quiere beber agua. Todo soldado que en aquel momento le escucha, lo entiende perfectamente. ¿Cuántas veces nos pide Jesús, en el silencio, o en el ajetreo cotidiano que le prestemos atención? Que tiene sed. ¿Cuál es nuestra reacción? ¿Escuchamos? ¿Le damos agua? ¿Lo cuidamos? O, por el contrario, ¿nos reímos de él dándole vinagre, riéndonos, despreciándolo, ignorándolo?

¿Cuántas veces te dice Jesús que tiene sed, pero esta vez no de agua, sino sed de ti? ¿Te das cuenta de que nada de esto tiene sentido si no es por él? Igual que Dios es imprescindible para ti, tu lo eres para él. Jesús murió por ti, por salvarte, por amor. ¿Hay un acto de amor más grande?

Por eso, Jesús, que moriría minutos después de pronunciar esta frase dice que tiene sed, porque te ama. Porque está profundamente enamorado de ti, y te quiere para llenar el mundo de obras buenas y bellas en su nombre. Porque Jesús te sigue esperando. Te sigue acogiendo siempre, a su lado. Te sigue protegiendo. Al fin y al cabo, un pastor la hasta vida por sus ovejas ¿no? Háblale. Él siempre escucha, siempre entiende, siempre perdona, hasta en la cruz.

Jesús, en ese momento de sufrimiento extremo dice: Tengo sed. También al borde de la muerte se acuerda de ti. Y vive por, y para ti. Una vez más, Jesús te necesita. Jesús tiene sed de ti.

SEXTA PALABRA:

“Todo está cumplido”

Cierra los ojos. Métete en la escena. Ya no está ni el Skype, ni nosotros, ni tu habitación. Nada. Estás en el Calvario. Sientes el polvo del lugar. La temperatura del ambiente. El viento. Los gritos estridentes de los judíos. Y ante tus ojos, la cruenta escena. Puedes ser su madre, si quieres. Están matando a tu hijo. Si quieres, puedes ser su amiga la Magdalena. Puedes ser el joven Juan, el discípulo al que más amaba. Y entre el dolor, oyes pronunciar a tu Jesús: “Todo está cumplido”. ¿Qué está cumplido? ¿Qué es eso?

               Bueno, pues Jesús, un día, te enseñó a rezar, a dirigirte al Padre. Te enseñó el Padrenuestro que dice: “Hágase en mí tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”. Otro día le escuchaste, hace más tiempo, decir que su alimento era hacer la voluntad del Padre. Anoche, en el huerto le escuchaste, entre sueño y sueño, decir: “Padre, aparta de mí este cáliz, más no se haga mi voluntad si no la tuya”. También te sorprendiste cuando en la sinagoga, frente a los importantes, les dijo que él había bajado a la tierra a hacer la voluntad del que lo había enviado, de su Padre. La voluntad de salvar a todos los hombres. Entonces, ¿qué es lo que está cumplido? LA VOLUNTAD. Está cumplido el plan de Dios. Un plan para el que no importa el dónde, ni el cómo, ni el cuándo ni el cuánto, ni con quién… No. Lo que importa es el plan. Jesús tuvo una misión. Una misión que cumplió. ¿Cuál es tu misión? ¿Cuál es el plan que Dios tiene para ti?

               Aunque esto… hay que cambiar un poco las palabras, porque tú no es que tengas un plan o una misión, si no que tú eres la misión. Tú eres el plan genial de Dios. Ahora bien, a este Dios ¿le has preguntado cuál es su voluntad para ti? ¿Le has preguntado cuáles son los sueños que Dios tiene preparados para ti? ¿O sencillamente te dedicas a vivir simplonamente y ya está?

               Digamos que hay como distintos grados, de lo general a lo particular. En primer lugar, podemos decir que Dios quiere que todo el mundo se salve. Que Dios quiere que tú te salves. Ese es el plan, la salvación de todos. Ahora bien, ¿tú te quieres salvar?

               Otro nivel, estás bautizado, y tu vocación es la de ser cristiano, es decir, seguidor de Jesucristo, ser su discípulo y vivir como tal en tu día a día. Ahora bien, ¿te gusta ser cristiano o es para ti algo ajeno a tu vida?

               Vamos concretando un poco más, entramos en el plano de la vida de uno mismo. Vida que Jesús no se ha reservado para sí, si no que la crucifica, y el cristiano también ha de crucificarla, ha de perderla, para ganarla. He ahí la paradoja. Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por m, la encontrará. Pues bien, ¿a qué te llama Dios? ¿A qué forma de vida?

               Ya, lo más concreto. Dentro de tu vocación cristiana particular, ¿qué te pide Dios cada día? En medio de lo cotidiano, de lo ordinario, de tu día a día, de esa rutina, ¿qué te pide? Ahora mismo puedes estar pensando: ¡y yo qué sé! ¡Yo no tengo ni idea! Yo no sé qué dice Dios. No. Porque Dios siempre habla. Su espíritu habla cada día, te ilumina cada día. Ahora bien, no busques grandes signos. No busques milagros, ni apariciones, ni éxtasis místicos, ni nada. No. Dios habla en medio de lo ordinario, en medio de lo cotidiano. En lo más normal. Puede que no sepas que te dice, o que no le escuches, pero ¿le has preguntado? ¿Te has parado a preguntarle? Le preguntas cada día: Señor, ¿cuál es mi vocación? Papá, ¿qué plan tienes para mí? No tengas miedo a dirigirte a Dios como papá, que Jesús nos lo enseñó así.

               Dios mío, ¿qué me pides en mi vida? ¿Y qué me pides en el día de hoy? Y una vez que sepas cuál es su voluntad, ¿le vas a entregar tu vida? ¿Te atreves? ¿Quieres perderla por él? ¿Por este Dios que te ama y así ganarla? ¿O quieres “ganarla”, quedártela para ti y no regalársela a Dios? Quizá así la pierdas.

               Vuelve a la escena, al Calvario. ¿Dónde están los seguidores de Jesús? ¿Dónde están los que decían que iban a hacer su voluntad? ¿Te vas a ir también?

               Ahora mira a Jesús, sin apartar la vista, míralo. Porque quien está ahí clavado lo está por ti. Lo está por ti. Niño bobo, mira, todo esto, lo que ha sufrido por ti y por mí, ¿lo lloras? Pues bien, si no te vas, y quieres seguir al pie de la cruz, escóndete en sus yagas y se renovará tu voluntad de recomenzar, cada día, en tu vida cristiana, con mayor decisión y eficacia, con voluntad. Así, cada noche, antes de irte a dormir, y al final de tu vida, podrás decir como Jesús: “Todo está cumplido”.

SEPTIMA PALABRA:

“Padre en tus manos encomiendo mi espíritu”

Si estuviéramos nosotros en el mismo lugar que Jesús, a punto de morir, seguramente nos inundaría el miedo. Y si tuviéramos la más mínima oportunidad de bajarnos de esa cruz seguramente lo haríamos. Si hubiéramos tenido que sufrir todo lo que sufrió Jesús durante su camino a la cruz desde que fue condenado, y hubiéramos tenido la mínima oportunidad de librarnos de ese castigo, la aceptaríamos, y la razón de ello es básicamente porque somos humanos, y queremos seguir viviendo en nuestra vida terrenal, queremos seguir disfrutando de nuestros días con los nuestra familia y amigos, y queremos envejecer habiendo vivido todo lo posible al máximo. Seguramente, si Dios nos hubiera hablado y nos hubiera dicho que esa es su voluntad, nos habríamos negado, habríamos huido. Además, nuestras últimas palabras no hubieran sido ni de lejos: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Probablemente serían unas palabras de súplica para acabar con ese sufrimiento que estaríamos padeciendo en esa cruz. Y seguramente, nos hubiéramos sentido muy solos en ese momento, abandonados por Dios, como Jesús se sintió, preguntándonos… ¿qué hemos hecho para acabar así? ¿Tanto te hemos decepcionado? ¿Esto es un castigo? Pero, Jesús ya no pensaba así. Jesús mostraba, con estas palabras, en sus últimos segundos de vida, la mayor confianza y amor que se puede ver en Dios, y que probablemente muchos no podamos ni comprender.

               Y es que, puede que la diferencia entre nosotros y Jesús sean nuestras prioridades. Nosotros le damos demasiada importancia a la vida terrenal, pensamos que es lo más importante y nos pasamos toda nuestra vida temiendo a la muerte, pero este es un pensamiento normal, ya que es nuestro pensamiento humano. Sin embargo, alguien que cree de verdad en Dios no teme a la muerte, pues ¿qué es la muerte sino el comienzo en la vida eterna junto a nuestro Padre? No nos damos cuenta de que la vida terrenal no es más que un sendero que nos lleva hacia la vida eterna junto a Dios. Es cierto que esta vida terrenal es importante, ya que en este camino crecemos y nos forjamos como buenas personas e intentamos seguir la vida que Jesús nos enseñó, usando como combustible el amor de nuestro Padre, que nos ayuda a superar los obstáculos que se nos presentan y nos da la fuerza para enfrentarlos. Pero todo esto no tiene ninguna importancia si no llegamos a nuestra ansiada meta. Cuando nos morimos, únicamente perdemos nuestro cuerpo, pues nuestro espíritu va hacia las manos de Dios, hacia nuestra salvación. Cuando nos morimos, no morimos de verdad, sino que pasamos a vivir entre los brazos de nuestro Padre.

               Es por ello por lo que Jesús, en aquellos instantes no temería a la muerte, y por ello se entregaba a Dios, sabía dónde ponía su alma. Sabía que había cumplido todo lo encomendado por Dios y era el momento de descansar de la vida terrenal, y de reencontrarse con su Padre, el mismo que nos lo había entregado por amor. Porque no debemos olvidar que Jesús, no solo vino para darnos unos cuantos sermones, enseñarnos unas cuantas moralejas, mostrarnos otros cuantos milagros o sus proezas, todo aquello que hemos estado escuchando desde pequeños. Sino que él vino a la tierra para salvarnos a todos nosotros, y que murió en la cruz para librarnos de todos nuestros pecados. Y es que, Jesús estuvo cargando no solo con su cruz, sino con la de todos nosotros, nos libró de nuestra cruz y murió por ella. Por ello, pudo encomendarse a su Padre sin ningún temor, él había cumplido su misión.

               Ojalá algún día descubramos lo que tiene preparado Dios para nosotros, cumplamos su misión y seamos capaces de encomendarnos a Dios como lo hizo Jesús, porque de esta manera habremos conseguido estar plenamente en amor con él.