Homilía. VII Domingo de Tiempo Ordinario.

Quizás nos hemos acostumbrado tanto a oír estas palabras de Jesús, que ya no nos producen escalofríos. Quizás hasta lleguemos a pensar que las dice para otros, pero no para mí. Quizás los entendamos como palabras del pasado. Quizás… quizás solo sea para no aceptar que van directas a nuestro corazón.

Amar al enemigo, hacer el bien a quien te aborrece, bendecir a quien te maldice, orar por quien te calumnia… presentar la otra mejilla, no impedirá que se aprovechen de ti…

¡Es imposible! Y, además, va contra la propia naturaleza del ser humano. Totalmente ilógico. Absurdo.

Y, ciertamente, lo es. Porque se nos ha olvidado quién es nuestro Dios. O simplemente, quizás, es que no queramos verlo como es. Porque nos da miedo, nos asusta tanta bondad, tanta misericordia, tanto… amor.

Porque esas palabras no hacen sino descubrirnos a Jesús sin velo que nos lo cubra. porque así es como fue. Así es como es.

Fue él quien amó al enemigo, fue él quien hizo el bien a quien lo aborrecía… fue él quien presentó la otra mejilla, fue él quien se dejó engañar, traicionar, vender, apalear, matar… fue él quien hizo todo eso… por amor.  Porque su amor era tan real, tan verdadero, que no podía dejar de amar. Juzgar, condenar, aborrecer, castigar… son blasfemias si las vemos en él. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Sí, esas fueron sus palabras en la Cruz.

Mirad la cruz, miradle a él en la Cruz. Y vez ahí a vuestro Dios. Es ese y no otro.

Y a nosotros, como un día a sus discípulos, nos dice: «Ya no os llamo siervos, sino amigos, porque os lo he dado todo a conocer».

Y cuando ahora venimos nosotros a la Eucaristía, venimos a encontrarnos con ese Amor encarnado que se nos da. Y, si nosotros venimos a él dispuestos a entregarle nuestro amor, se fundirá con su Amor y quizás, sí, quizás, comenzamos a entender que hasta nosotros también podemos imitar ese Amor absurdo e ilógico que nos propone, porque nuestro pobre amor, egoísta, se verá sustituido por el Amor sin fronteras que derramó hasta la última gota de su sangre por cada uno de nosotros.

Ay! solo de imaginarlo, ¿cómo no va a provocar un verdadero escalofrío por todas las venas de nuestro cuerpo?

Y solo nosotros podemos llegar a entender, aunque solos ea en migajas, el único mandamiento imposible que nos dijo, pero posible con él: «Amaos los unos a los otros… como yo os he amado».