Jesús, en varios pasajes de los evangelios, se dirige a fariseos y escribas; hoy, serían esas
personas que más frecuentan las iglesias y más oraciones elevan a Dios. En la mayoría de esos
pasajes, el Señor los denuncia: los evangelios son constantes toques de atención hacia nosotros.
No nos equivoquemos: Jesús también nos denuncia a nosotros (el Evangelio no es una piruleta,
sino una espada, que corta de mi vida aquello que no agrada a Dios, y eso a veces duele), nos
corrige con cariño, porque Él es el Amor, es nuestro Salvador, Él es la Misericordia; pero toques
de atención que Jesús nos dirige, exhortándonos a cambiar de vida, a convertirnos, a
asemejarnos más a Él, a Cristo. Nadie puede llamarse cristiano si no tiene una continua actitud
de conversión. Y convertirse es eso: dejarse transformar por Dios, aunque a veces duela; pero
una bella y gran escultura no sería así, sin que el artista antes la haya cincelado y pulido.
Hoy, y cada día, el Señor te invita a ser humilde, a no creerte mejor que quien tienes al lado, a
no devolverle mal por mal, a amar al prójimo en la prueba (cuando es difícil quererle); no criticar,
no juzgar, no ser rencoroso, saber perdonar; en definitiva, el Espíritu quiere moverte a amar de
verdad, con el mismo Corazón de Dios. Para ello, te da la Gracia; así que hazlo, porque el Señor
hace que puedas.
Jesús te da estos toques de atención, pero, como dice el autor sagrado al principio de este
pasaje, “Jesús entró en casa”: Jesús quiere irrumpir en tu vida, desea reinar en ti con su amor.
Pero Él respeta, y no obrará en ti si tú no le abres las puertas de tu corazón. No serás humilde si
no te dejas esculpir por Dios. No te parecerás a Él si no quieres ni te dejas hacer, transformar,
convertir por su Espíritu. Déjate salvar por Jesucristo.
Para finalizar, es bueno que todo cristiano, de vez en cuando, rece (y, también, medite) las
“Letanías de la Humildad”, que en su día escribió el Cardenal Merry del Val:
Jesús manso y humilde de Corazón, óyeme.
Del deseo de ser lisonjeado, líbrame, Jesús.
Del deseo de ser alabado, líbrame, Jesús.
Del deseo de ser honrado, líbrame, Jesús.
Del deseo de ser aplaudido, líbrame, Jesús.
Del deseo de ser preferido a otros, líbrame,
Jesús.
Del deseo de ser consultado, líbrame, Jesús.
Del deseo de ser aceptado, líbrame, Jesús.
Del temor de ser humillado, líbrame, Jesús.
Del temor de ser despreciado, líbrame,
Jesús.
Del temor de ser reprendido, líbrame, Jesús.
Del temor de ser calumniado, líbrame,
Jesús.
Del temor de ser olvidado, líbrame, Jesús.
Del temor de ser puesto en ridículo,
líbrame, Jesús.
Del temor de ser injuriado, líbrame, Jesús.
Del temor de ser juzgado con malicia,
líbrame, Jesús.
Que otros sean más amados que yo; Jesús,
dame la gracia de desearlo.
Que otros sean más estimados que yo;
Jesús, dame la gracia de desearlo.
Que otros crezcan en la opinión del mundo
y yo me eclipse; Jesús, dame la gracia de
desearlo.
Que otros sean alabados y de mí no se haga
caso; Jesús, dame la gracia de desearlo.
Que otros sean empleados en cargos y a mí
se me juzgue inútil; Jesús, dame la gracia de
desearlo.
Que otros sean preferidos a mí en todo;
Jesús, dame la gracia de desearlo.
Que los demás sean más santos que yo con
tal que yo sea todo lo santo que pueda;
Jesús, dame la gracia de desearlo.
Oh Jesús que, siendo Dios, te humillaste hasta la muerte, y muerte de cruz, para ser ejemplo
perenne que confunda nuestro orgullo y amor propio. Concédenos la gracia de aprender y
practicar tu ejemplo, para que humillándonos como corresponde a nuestra miseria aquí en la
tierra, podamos ser ensalzados hasta gozar eternamente de ti en el Cielo. Amén.