No todos los días te despiertas con la fuerza suficiente para ser tú mismo. Crees que tus cimientos están bien enterrados, pero en realidad no hay raíz que los sostenga. Desperté pensando esto entre bostezos y legañas. Otra noche había acabado y otro día empezaba, y no, no me encontraba con fuerzas esa mañana. Me vestí como cualquier otra persona lo haría; no obstante algo en mi interior no funcionaba con fluidez. Sentía un triste vacío que no me dejaba ser yo. Termine mi rutina y llegue a esas cuatro paredes donde tendría que pasar las siguientes seis horas. Todo se desarrollaba con normalidad hasta que el profesor hace una cuestión relacionada con nuestro conocimiento acerca de Dios. Observando en todas direcciones me di cuenta de que nadie estaba interesado en el monólogo del profesor que solo tenía por oyente a la pared. Reconozco que, como ya he dicho anteriormente, yo tampoco estaba muy centrado esa mañana. Como casi sin interés y por hacerle ver al maestro que lo estaba pillando contesté a la perfección y el profesor me lanzo una mirada de complicidad. ¡Había acertado! En ese momento cambio mi concepción de la clase. Descubrí que era interesante y que sabía más cosas de las que sabia y todo gracias a lo mucho que aprendía en esas ahumadas reuniones en la encasillada sacristía de mi humilde parroquia. Nuestro párroco nos había proporcionado información que al final sí resulto ser útil. Me sentí realizado y atendí durante el resto de la clase.

Al acabar comentaban mis amigos lo aburrida que había sido la clase. Yo me apresuré a rebatir que no había sido para tanto y que el profesor se había preparado una buena clase esa vez. Mis compañeros entraron en el juego y despectivamente se notaba en ellos un gesto de burla; pues, a pesar de su distracción, se habían enterado de mi respuesta. Estuvimos hablando sobre si a una persona de diecisiete años le compensaba pasarse horas y horas en una iglesia, que si eso era una moda que ya estaba pasada o reservado únicamente para viejas y viejos aburridos. Yo intenté explicarles que se siente cuando tienes a Dios cerca de ti, o al menos, crees tenerlo. No comencé mal; pero a medida que nos adentrábamos en la conversación, se iban tocando temas en los que yo nunca me había parado a pensar. Al no saber que argumento oponer en muchas de las cuestiones, decidí abandonar la conversación, dejando a ver mis amigos que ni yo mismo confiaba en mis creencias. Triste, me fui del círculo, ignorante ya batido por no haber sabido demostrarles que mi amor por el Señor es real y no tan solo un cuento ideal.

Recuerdo las lágrimas al llegar a casa porque hasta yo mismo acabe dudando de lo que yo creía cierto y bien hecho. Impotente y humillado por los comentarios despectivos hacia lo que yo amaba, hacia mis creencias  y hacia lo que me definía, mi esencia, recapacité profundamente y, sinceramente, ¿sabéis que? Que hoy por hoy no me importa. Yo soy feliz con lo que vivo, con lo que descubro cada día y con la persona que me hace ser Dios. Cada día un poco mejor, conmigo mismo y con los demás. Porque a Jesús tampoco le creyeron, ¿por qué me iban a creer a mí? Yo hablo de Dios y sí, llevo una cruz colgada en el pecho, pese a todas las miradas bufonas. Me imagino que han de pensar: “mira el ridículo este, creyendo en cosas que no son verdad…” Alguna vez me gustaría tener más valentía y, confiando en Dio que no me dejará solo, poder despojarme del disfraz que me hace ser débil en ocasiones y ocultarlo a los demás por el miedo al que dirá. En esta meditación quiero pedirle a Dios esa valentía para cada uno de los lectores de esta meditación. Para que no quieran esconderlo y sea un punto de inflexión en sus vidas.