El desierto. ¿Qué tendrá, para ser un lugar, una situación, tan especial para los más importantes protagonistas de la Biblia?

Como el pueblo hebreo, encabezado por Moisés, que durante 40 años vagó por el desierto. ¿Qué dejaba atrás? Un trabajo de esclavos, denigrante, en pésimas condiciones de vida. Además, un pueblo bastante dividido, buscando cada cual sobrevivir como pueda, y habiendo abandonado muchos sus tradiciones, sus raíces, incluso su trato con Dios.

O como Elías, que, empeñado en luchar por una casa más justa, enfrentándose a los poderes políticos, que se aprovechaban del pueblo, denunciando las desigualdades sociales y la corrupción, al final… se vino abajo. El pueblo (los de arriba y los de abajo) se conformaban con lo que tenían, con su situación. Y hasta pensó que Dios no los escuchaba. Y se burlan de él, le desprecian. Y, deambulando, huye al desierto deseando morir. Es el cansancio y la desilusión de esas personas limpias, con valores que luchan, pero que acaban rindiéndose al no ver ningún fruto.

O Juan el Bautista, que viendo una sociedad que ha cambiado al Dios de verdad por dioses a la carta, acomodándose a las costumbres y prácticas religiosas “vacías”, poniéndose un estilo de vida, individualista y egoísta, se marchará al desierto. Y si alguien quiere escucharle, tendrá que acercarse al desierto para encontrarlo.

Moisés, Elías y Juan pensaron que era mejor arriesgarse e intentar hacer algo nuevo. Era necesario que cada cual se reencontrase a sí mismo. Y, como en el desierto no hay nada más que uno mismo y Dios, es el mejor lugar para plantearse un cambio para descubrir las propias tentaciones y enfrentarlas. Y, por eso mismo, no es un lugar para quedarse: el futuro, el horizonte marcan esa estación. Es una búsqueda de “conversión”, de cambio, para volver a enfrentarse a la vida.

Y, por eso mismo no consideramos el desierto meramente como un lugar, sino como una situación existencial. Un “pasar” un momento en la vida para adentrarnos en nosotros. Y, hoy, con una diferencia sustancial: llevamos casi un año en que el desierto ha venido a nosotros. No hemos tenido que ir a buscarlo. Y en muchos momentos de este tiempo, quizás, hemos sentido cansancio, desánimo, hemos notado a veces como si nuestra situación como comunidad humana se hubiera deteriorado, hemos vivido ausencia, a veces, definitiva, de cosas, de personas, de proyectos, de…

¡Pues aprovechamos ahora el desierto cuaresmal en este aparente desierto de la vida! Nos hace falta una pizca de silencio para escuchar la voz de Dios. Podemos identificar nuestras tentaciones. Y disminuir esas cosas que nos impiden abrirnos de verdad a Dios. Y encontrarnos de verdad con Jesús. Moisés recibió la Alianza del mismo Dios en el Monte Sinaí. Elías lo descubrió en la brisa suave. Juan lo señaló entre la luz. ¿Y nosotros? ¿Seremos capaces en este tiempo de sentirle a él, de escuchar su voz, de dejar correr por todo nuestro cuerpo, como un escalofrío, su cálido sentimiento de Amor? Si lo logramos, el futuro, el horizonte abierto ante nosotros, lo abrazaremos llenos de vida y amor.

Que esta cuaresma, tiempo de desierto para el encuentro con Dios, nuestro corazón se abra a la voz del Señor.