Ayer mismo, 25 de julio, celebrábamos el día de Santiago Apóstol. Un día para recordar a ese “héroe”, luchador, misionero de la Palabra del Señor, conversor de los hispanos al cristianismo, gran cabalgante, iniciador de caminos, y todos los apellidos que queramos ponerle.

Pese a todos esos buenos apellidos que le podíamos poner a Santiago, también tenía muchos defectos, como nos pasa a cualquiera de nosotros. Pero, a pesar de ello, el Señor lo quería con todas sus fuerzas, tanto que fue el primero en beber de su cáliz.

Con el ejemplo de Santiago, entre muchos otros, el Señor nos muestra el verdadero amor. Un amor para nada superficial, que no se queda en lo superficial. Un amor que traspasaba las capas del egoísmo o el fuerte temperamento que habitaba en el apóstol y llegaba hasta lo más profundo de su ser, hasta donde se encontraba el servicio a los demás, el amor o el cariño. Un amor sin distinción, que lo único que hacía era inundar su ser de luz y lo aliviaba de todo mal. Un amor que parece que solo puede provenir del Padre.

Y a pesar de todos los defectos de Santiago, lo más importante es cómo entregó su vida al servicio de Jesús y de los demás, tanto, que al final murió por amor, un amor tan grande como el que da el Padre. Daba igual todo el sufrimiento que fue padeciendo a lo largo de sus años, ni las veces que la debilidad se intentaba apoderar de él. El amor del Señor lo acompañaba, y era el empujón que necesitaba para seguir adelante en su camino y llevar el Reino de los Cielos a todos.

Pero… ¿Y nosotros? Porque todos nosotros, al igual que Santiago, tenemos muchos defectos, a veces, parece que tenemos más cualidades malas que buenas. Unos más egoístas, otros más condescendientes, otros más celosos… Además, a todos nos gusta sentirnos queridos, y nos gusta recibir amor. Entonces, ¿Queremos ser como Santiago y recibir el amor del Señor? Pero claro, nosotros somos unos meros seres humanos, no somos apóstoles… Entonces… ¿no recibiremos ese amor del Señor? Y, además, ¿todos esos defectos que tenemos nos restan puntos para recibir amor del Señor? ¿Cómo somos peores personas, no tenemos derecho a su amor? No lo creo. No creo que sea tan complicado.

Nosotros, a día de hoy, aunque muchos no se lo crean, estamos destinados a ser los apóstoles del siglo XXI, a seguir el camino de Jesús que comenzó hace 2000 años. Estamos destinados a llevar el Reino de los Cielos a todos lo demás, a aliviar al que sufre, a curar al enfermo, a alegrar al triste, y también, aunque muchos no se crean dignos de ello, estamos destinados a recibir ese gran amor del Señor. Muchas veces, tendremos que enfrentarnos a dificultades, a piedras en el camino, senderos enrevesados, gente que no lo pone fácil, perderemos a gente, y otros vendrán, y al final, parece que el Señor nos lo pone difícil para seguir su camino. Pero lo cierto es que, el amor, muchas veces duele, y duele tanto que nos empezamos a cuestionar si ese amor del Señor es real, o simplemente son unas patrañas que nos cuentan, pero no nos damos cuenta de que el dolor es la garantía del verdadero amor. ¿O no es cierto que Jesús sufrió y murió en la cruz por amor a todos nosotros? ¿O que Santiago sufrió y murió para llevar a mucha gente al Reino de Dios? ¿O cualquiera de los apóstoles? ¿O que te peleas más con el que más quieres? ¿O le haces daño al que más aprecias? El amor y el dolor son dos cosas que van unidas de la mano, y no se pueden concebir por separado, porque todo amor fuerte duele, y el dolor, muchas veces está causado por amor.

Entonces, ¿para recibir el amor del Señor tenemos que sufrir? Lo primero que tenemos que hacer para recibir ese amor es aceptarlo, dejar que nos inunde y nos quite de todo mal, y, además, tenemos que amar al Señor tanto como nos ama. ¿Amar al Señor es difícil y duele? Puede parecerlo, pues amaremos al Señor cuando entreguemos nuestra vida a él, y no me refiero que al final nos maten por amar a Dios, ni mucho más lejos… Pero sí que tenemos que desprendernos de nuestras comodidades que muchas veces dañan al de al lado, o nos privan de servirle, tenemos que olvidarnos de nosotros mismos y pensar en los demás, y encima, tenemos que amar a todos los demás, desde la persona a la que más quieres hasta la que te ha hecho tanto daño que no quieres ni ver por la calle. Y eso a veces, se convierte en un gran dolor para nosotros.

Para nosotros, los cristianos, aceptar ese dolor y nuestra cruz es la expresión más auténtica de nuestro amor hacia Dios, de nuestro amor a los demás y a nosotros mismos. Y es que, ese amor a Dios no debe quedar en meras palabras. Ese amor hacia los demás no debe quedar en palabras y usarse para nuestro propio egoísmo, sino que debemos amarlos de verdad, debemos aceptar nuestra propia cruz, amarla y vivirla.

Al final, con ese amor seremos capaces de llevar al Señor a todos los demás, y hacer de este mundo el Reino de los Cielos.