Llevaban un tiempo los apóstoles con Jesús. Ya le habían visto hacer algunos milagros extraordinarios. Le había escuchado hablar en nombre de Dios. Había experimentado como la gente seguía a Jesús y se volvía loca con él, pero… El caso es que, igual que venían, se iban, y que, igual estaban entusiasmados con él, que rabiosos contra él. Era como un vaivén.

Jesús había comenzado en Galilea, en su tierra en el norte y había vivido los apóstoles episodios un poco duros, porque habían visto como su maestro había sido expulsado de su propio pueblo de Nazaret, y que había sido tachado de loco donde había vivido con sus apóstoles en Cafarnaúm.

Llegaba Jesús y cuenta, entre otras, la parábola del sembrador. Primero para hablar de él, porque él es el sembrador, y la semilla, es su Palabra. Y es que, Dios es así. Él va a todos, luego allá cada uno. Es como ese sembrador que tiene una tierra grande que, con el paso de los años, parte de esa tierra será buena, pero quizás parte de esa tierra no tanto. Porque, siempre caminando por el mismo sitio vas haciendo que ese trozo de tierra se convierta en un camino. Se endurece el suelo, se aprisiona, los carneros y ovejas también van por ese carril y se vuelve tan duro que al final, en ese trozo de tierra no se puede sembrar. Forma parte de la tierra, exactamente igual que el resto, pero se ha ido endureciendo y se ha convertido en un camino. A veces, limpiando bien la tierra, se van acumulando en otro trozo, lleno de piedras, que tampoco vale para sembrar ya. Luego, esa parte más descuidada con arrojos y zarzas también es un trozo que no valdrá para sembrar. Todo era la misma tierra, pero… Hay otro trozo que sigue estando fuerte, sano y limpio.

Jesús utiliza este ejemplo para, al mismo tiempo que habla de él y que no viene para juzgar ni para separar sino para hablar a todos, también habla de nosotros. Esa tierra.

Y cuenta esa parábola donde el sembrador echa la semilla, pero la que cae al borde del camino no se mete en la tierra, llegan los pájaros y se la comen. Hay otra semilla que cae entre las piedras, y hay tierra también, se puede meter muy bien debajo de las piedras, pero claro, el peso de las piedras va a impedir que la semilla se convierta en fruto. Hay otra parte que cae en sitios con ramas, arbustos y zarzas, y sí, esa semilla saldrá y van compartiendo el espacio, pero al final la fuerza de las otras puede y la semilla no da fruto. Que bien lo entendían a Jesús los que lo escuchaban, porque sabían de qué iba eso.  Por último, hay una parte de la semilla que cae en tierra buena. Es tierra buena que lo único que tiene que hacer es crecer con tierra. De ahí saldrá el fruto, poco o mucho, pero todo dará fruto.

Jesús cuenta eso y dice: “El que tenga oídos, que oiga”.

Luego los apóstoles van a hablar con él y les dirá: “Oíd lo que significa”. Y cuando va terminando la explicación les dice: “Lo sembrado en tierra buena (cuando llega al final) significa el que escucha la Palabra y la pone en práctica”.

Está claro que escuchar es clave para comprender el mensaje de Jesús, que no viene por ciencia infusa. Uno cuando nace, no nace aprendido, tiene que aprender. Con la Palabra de Dios pasa lo mismo. Uno no nace con la Palabra aprendida, tiene que escucharla primero. Aunque quizás creamos que oír, escuchar, se refiere a utilizar el odio. No. No es tan simple en labios de Jesús. Si creemos que es utilizar el oído, todos valemos, pero como caiga la semilla al borde del camino, entre piedras o entre zarzas… El odio es solo el instrumento, es un medio. Es como cuando llamamos por teléfono. El teléfono es el medio y si recibo una llamada, no quiero hablar con el teléfono, quiero escuchar a la persona que me habla, y es lo que me importa. Y el odio lo puedo usar solo para escuchar, pero como sea solo escuchar puedo pensar en otras cosas y oír al mismo tiempo.

No es tan simple. No es solo usar el odio, porque Jesús, él, a la hora de escucharle nos pide, no solo que pongamos el oído, sino que nos comprometamos escuchándolo de cabeza, corazón y cuerpo. Con la cabeza, con el corazón y con el cuerpo. Que nos comprometamos de cabeza, porque quiere que sus Palabras sean escuchadas y comprendidas. Y quiere que nos comprometamos de corazón, porque quiere que sus Palabras afecten a nuestro interior, sentimiento, a nuestra vida, a nuestro ser. Y nos pide que comprometamos nuestro cuerpo, porque quiere que sus Palabras nos hagan utilizar nuestro cuerpo para hacer, para transformar, dar fruto.

Cualquier Palabra que nos diga ahora, directamente: “Amaos como yo os amo”, lo escuchamos por el odio, ¿y nos quedamos igual? O nos dice Jesús: “Si te abofetean en una mejilla enseña la otra”. Lo escuchamos por el odio, ¿y nos quedamos igual? O nos dice Jesús: “Amad a vuestros enemigos, perdonad a los que os injurien, bendecid a los que os maldicen” Eso lo escuchamos con el odio, ¿y nos quedamos igual? Si nos quedamos igual, aun no hemos entendido lo que significa escuchar a Jesús.

A la Palabra de Dios, ¿le damos la importancia que tiene? En este sentido sí que envidio a los judíos. Ellos, a lo largo de la historia, durante miles de años, y cada día, varias veces, repiten unas palabras de la biblia, de su Torá, del libro del Deuteronomio: “Shemá Israel”, Escucha Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno, amarás pues al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Lo dicen, lo repiten, lo recuerdan, lo viven, y lo quieren hacer vida en ellos. ¿Por qué? Porque justo después de esas palabras dice: “Estas Palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón. Se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas, estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado. Las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal. Las escribirás en las jambas de tu casa y en los soportales”.

Una y otra vez, los judíos no paran de repetirlo. Esas Palabras las ponen en sus puertas, en sus casas, en sus patios, en sus jardines, en todas partes. Y cada vez que entran o salen de un sitio, tocan el lugar donde están esas Palabras escritas, y siempre se acuerdan de ello, porque la Palabra de Dios la quieren hacer vida.

Y sin embargo llegamos nosotros y muchas veces, escuchamos la Palabra de Dios como si fuera una mera introducción a la misa. Otras veces supongo que queremos atender, pero te despistas con cualquier pensamiento y de que te quieres dar cuenta, ya se ha proclamado la Palabra de Dios y no te has enterado de nada. A veces jugamos con el móvil mientras la Palabra es proclamada. O comentamos cualquier cosa con el de al lado mientras se está escuchando la Palabra de Dios. Otras veces hasta la escuchamos y pensamos que es bonita, hasta que, dentro de un rato, se nos ha olvidado. ¿Sabéis? Yo me pregunto si somos conscientes de lo importante que es la Palabra de Dios.

El Papa Francisco, durante este año, precisamente, viendo el peligro que está pasando con la Palabra de Dios, ha hecho que cada año haya un domingo especial dedicado exclusivamente a la Palabra de Dios.

Pues, me pregunto si somos conscientes de verdad de la importancia de la Palabra de Dios, porque os aseguro que para mí es casi un sacramento. Digo casi porque desde pequeños sabemos que los sacramentos son 7, y estos 7 sacramentos son el mayor tesoro de la Iglesia. No tiene que ver nada con los tesoros de las catedrales, de las cámaras acorazadas ni nada de eso. No. El tesoro de verdad son los sacramentos porque es donde Dios se nos da de un modo real, a través de signos, de un modo real, pleno, completo e infinito, lleno de amor. En esos 7 sacramentos. Pues resulta que la Palabra de Dios es Dios que se da a través de su Palabra. Por eso digo que es como un sacramento más, porque Dios se te da. Si la escuchas con la cabeza, con el cuerpo y con el corazón. Por eso, simplemente como conclusión, que ojalá, nuestro corazón no sea duro ante la Palabra, que nuestro corazón no sea inconstante y lleno de piedras ante la Palabra, que nuestro corazón no esté lleno de zarzas ni abrojos para escuchar la Palabra de Dios. Simplemente que sea bueno. Lo que dice la Palabra de Dios, en tierra buena donde dar fruto. Pues ojalá, nuestro corazón ante la Palabra sea bueno. Luego, dará igual si produce ciento, o sesenta, o treinta por uno, no importa, pero que sea bueno.