III Domingo del tiempo ordinario, ciclo A (Domingo de la Palabra de Dios)

Primera lectura

Lectura del libro de Isaías 8, 23b-9, 3

En otro tiempo, humilló el Señor la tierra de Zabulón y la tierra de Neftalí, pero luego ha llenado de gloria el camino del mar, el otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia, como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín. Porque la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los quebrantaste como el día de Madián.

 

Salmo. Sal 26, 1. 4. 13-14

R/. El Señor es mi luz y mi salvación

El Señor es mi luz y mi salvación,

¿a quién temeré?

El Señor es la defensa de mi vida,

¿quién me hará temblar? R/.

Una cosa pido al Señor,

eso buscaré:

habitar en la casa del Señor

por los días de mi vida;

gozar de la dulzura del Señor,

contemplando su templo. R/.

Espero gozar de la dicha del Señor

en el país de la vida.

Espera en el Señor, sé valiente,

ten ánimo, espera en el Señor. R/.

 

Segunda lectura

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1, 10-13. 17

Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, que digáis todos lo mismo y que no haya divisiones entre vosotros. Estad bien unidos con un mismo pensar y un mismo sentir.

Pues, hermanos, me he enterado por los de Cloe de que hay discordias entre vosotros. Y os digo esto porque cada cual anda diciendo: «Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Cefas, yo soy de Cristo». ¿Está dividido Cristo? ¿Fue crucificado Pablo por vosotros? ¿Fuisteis bautizados en nombre de Pablo? Pues no me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el Evangelio, y no con sabiduría de palabras, para no hacer ineficaz la cruz de Cristo.

 

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Mateo 4, 12-23

Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaúm, junto al mar, en el territorio de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: «Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló».

Desde entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos».

Paseando junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, llamado Pedro, y a Andrés, que estaban echando la red en el mar, pues eran pescadores. Les dijo: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres». Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre, y los llamó. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.

Jesús recorría toda Galilea enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.

 

COMENTARIOS

La llamada a convertirnos en pescadores de hombres

Avvenire, el evangelio por Ermes Ronchi, IIIDomingo del Tiempo Ordinario – Año A

Calla la poderosa voz del desierto, pero una voz libre se alza sobre el lago de Galilea. Un joven rabino imprudente sale a la luz sin miedo y va solo a enfrentarse a los problemas de frontera, de vida o de muerte, en la Galilea mestiza, crisol de pueblos. A Cafarnaúm, en la ruta del mar: uno de los caminos más frecuentados por mercaderes y ejércitos, zona de contagios, de contaminaciones culturales y religiosas, y Jesús la elige. No es el monte Sion de los elegidos, sino Cafarnaúm que acoge a todos. Hay confusión en el Via Maris, y, a la vez, sombra, dice el profeta, como en nuestra existencia muchas veces confusa, como en nuestro corazón que muchas veces tiene sombras…, y Jesús los elige.

Empezó a predicar y a decir: convertíos porque el reino de los cielos está cerca. Son las palabras fuente, el mensaje generador del Evangelio: Dios ha venido, está actuando aquí entre las colinas y el lago, en las calles de Cafarnaúm, Magdala, Betsaida. Y hace florecer la vida en todas sus formas. Lo ves y te sorprendes creyendo que la felicidad es posible, está cerca.

Jesús no dará una definición del Reino, sino que dirá que este mundo lleva en su seno otro mundo; esta vida tiene a Dios dentro, una luz dentro, una fuerza que penetra en la trama secreta de la historia, que circula en las cosas, que las empuja hacia arriba, como semilla, como levadura. Entonces: ¡convertíos! Es decir: celebremos la belleza que nos mueve, que nos mueve desde dentro. Dirígete a la luz, porque la luz ya está aquí. No un mandato, sino una oferta: en el camino que os muestro, el cielo es más azul, el sol más hermoso, el camino más ligero y libre, y caminaremos juntos cara a cara. La conversión es precisamente el efecto de mi «noche tocada por la alegría de la luz» (María Zambrano). Jesús camina, pero no solo. Le encantan las calles y el grupo, e inmediatamente llama para ir con él.

¿Qué les faltaba a los cuatro pescadores para convencerlos de abandonar los botes y las redes y arriesgarse a perder el corazón por seguir a ese joven rabino? Tenían trabajo, una pequeña empresa pesquera, una casa, una familia, una sinagoga, salud, fe, todo lo que necesitaban para vivir, pero algo les faltaba. Y no era un código moral mejor, ni doctrinas más profundas, ni pensamientos más agudos. Les faltaba un sueño. Jesús ha venido para que los seres humanos sigamos pudiendo soñar, para sintonizarnos con la salud del vivir. Los pescadores sabían de memoria las migraciones de los peces, las rutas del lago. Jesús ofrece el mapa del mundo y del corazón, cien hermanos, el cromosoma divino en nuestro ADN, una vida indestructible y feliz. Les pone el mundo se pone patas arriba: “¿Sabes qué? ya no hay más peces que pescar, sino que hay que tocar el corazón de la gente». Hay que añadir vida.

 

Curaba toda suerte de dolencias y enfermedades. III DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

P. Raniero Cantalamessa, ofm

El fragmento evangélico del tercer Domingo del Tiempo Ordinario concluye con estas palabras: «Recorría (Jesús) toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo». Casi una tercera parte del Evangelio está ocupada por las curaciones realizadas por Jesús durante el corto tiempo de su vida pública. Es imposible eliminar estos milagros o darles una explicación natural sin desordenar todo el Evangelio y hacerlo incomprensible. Los milagros del Evangelio tienen unas características inconfundibles. Nunca han sido hechos para impresionar o para enaltecer a aquel que los realiza. Jesús ordena muy frecuentemente a los curados, que no lo digan a nadie, para evitar excesivos entusiasmos y, después de haber realizado un milagro, a veces hasta se esconde y hace perder sus huellas. No tiene nada que ver con determinados prodigios, que sólo sirven para impresionar. Algunos hoy se dejan encantar oyendo a ciertos personajes, que muestran poseer poderes de levitación, de hacer aparecer o desaparecer objetos y otras cosas del género. ¿A quiénes sirven este género de milagros suponiendo que sean tales? A nadie o sólo a sí mismos para hacer discípulos o hacer dinero. No; Jesús realiza milagros por un motivo muy sencillo: por compasión, porque ama a la gente y se apiada tal vez hasta las lágrimas al ver su sufrimiento. Realiza milagros además para ayudar a la gente a reconocer por lo tanto que «el Reino de Dios ya está entre vosotros» Lucas 17,21), esto es, para ayudarles a creer. Realiza curaciones, en fin, para anunciar que Dios es el Dios de la vida y que al final junto con la muerte también la enfermedad será vencida y «ya no habrá más ni luto ni llanto» (Isaías 60,20; Apocalipsis 21,4). No sólo Jesús cura, sino que ordena a sus discípulos hacer lo mismo después de él: «Los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar» (Lucas 9,2). «Proclamad que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos» (Mateo 10, 7-8).

Siempre encontramos las dos cosas emparejadas: predicar el Evangelio y curar a los enfermos. ¿Cómo ha acogido la Iglesia este mandato de Cristo? Desde el inicio, los cristianos no se contentaron con predicar el Evangelio, sino que buscaron siempre aliviar los sufrimientos humanos fundando obras asistenciales de todo género: leproserías, sanatorios, hospitales, especialmente, en los países de misión. Pero me diréis vosotros, esto no es lo que pretendía Jesús. Jesús no había hablado sólo de curar sino de imponer las manos y recobrar la salud. También ha sucedido esto. Sólo que poco a poco el don de realizar curaciones ha terminado por serles reconocido sólo a ciertos santos, llamados taumaturgos, esto es, realizadores de prodigios, como san Antonio de Padua, san Vicente Ferrer…o a ciertos santuarios, como Lourdes, Fátima, Loreto… Hoy, asistimos a algo nuevo en el general fenómeno del «despertar del Espíritu»: el reaparecer de un ministerio de curación semejante al ejercitado por Jesús. San Pablo, junto a la enseñanza, al gobierno, a la evangelización, menciona, asimismo, entre los carismas el «de curaciones» (1 Corintios 12,9). El carisma es un don particular concedido por el Espíritu Santo a una persona para el bien común. No supone por ello que quien lo ejercite sea necesariamente un santo o más santo que los demás. Al contrario, Jesús habla de personas, que durante la vida han hecho profecías y realizado milagros, y que, al final, son reprobados por él; evidentemente porque su vida no había sido coherente con los poderes recibidos (Mateo 7,21-23). Así, se han tenido en estos últimos cincuenta años, bien sea en el mundo protestante bien entre los católicos, toda una serie de personas carismáticas, que con la oración y la imposición de manos o la unción con el óleo ejercían este ministerio para con los enfermos frecuentemente ante grandes masas de gente. Y centenares de enfermos declaran haber sido curados en el contexto de tales encuentros.

El hombre tiene dos medios para intentar superar sus enfermedades: la naturaleza y la gracia. Por naturaleza se señala la inteligencia, la ciencia, la medicina, la técnica y por gracia el recurso directo a Dios a través de la fe, la oración y los sacramentos. Ambos medios vienen de Dios porque también el ingenio humano viene de él. Tristemente con frecuencia se intenta una tercera vía: la vía de la magia, la que se apoya en pretendidos poderes ocultos de una persona, que no se basan ni en la ciencia ni en la fe. Es casi como que el hombre pudiera llegar a hacer algo autónomamente fuera del conocimiento de Dios o hasta en contra de su voluntad. En este caso, o estamos ante una pura charlatanería y ante un bluff o, peor aún, ante la acción del enemigo de Dios. ¡Son muchos los que caen en esta red, tantos como moscas en la telaraña de una gran «araña»! Yo mismo he tenido que hacer algunas cosas con muchas personas destruidas económica y psicológicamente por experiencias de este género. No es difícil distinguir cuándo se trata de un verdadero carisma de curación y cuándo de su falsificación por la magia. En el primer caso, la persona no atribuye nunca los resultados obtenidos a los propios poderes sino a Dios.

En el segundo caso, la gente no hace más que alardear de sus pretendidos propios «poderes extraordinarios». Por eso, cuando leéis anuncios del tipo: Mago tal de tal «consigue lo que otros fallan», «resuelve los problemas de todo tipo», «extraordinarios poderes reconocidos», «expulsa diablos, aleja el mal de ojo», entonces no tengáis ni siquiera un instante de duda: se trata de embusteros. Jesús decía que los demonios se arrojan «con ayuno y oración» más que ¡recogiendo o recaudando dinero de la gente! Otro criterio para su reconocimiento. La curación, que viene del Espíritu de Cristo, no se limita nunca sólo a la enfermedad del cuerpo, sino que se refiere a toda la persona, especialmente a su alma. ¿Para qué serviría curar físicamente, si después uno conservase el rencor, el odio en el corazón y estuviese en discordia consigo mismo, con la familia, con la vida? Sería como ir al médico para curar una uña enrojecida y menospreciar todo un tumor. Por eso, las liturgias de curaciones, hechas al estilo del Evangelio, comportan siempre momentos y gestos de arrepentimiento, de reconciliación y de perdón. Éstos son, por el contrario, los milagros más grandes; y frecuentemente quien ya ha hecho la experiencia se olvida de haber llegado para curarse de una enfermedad, dado que lo que ha conseguido le parece inmensamente más importante. No se ha dicho ni siquiera, ojalá, que entre los que ejercen este ministerio de curación en nombre de Cristo con tanto óleo bendito y celebración de la santa Misa sean todos auténticos, y que haya que aceptarlos a ojos cerrados. Éste es un ministerio delicado en donde es fácil que se infiltren la ilusión y la falta de discernimiento, y que se apoyen en la credulidad y en la disponibilidad de la gente a intentarlo todo frente a la propia enfermedad o a la de una persona querida. Los pastores de la Iglesia hacen muy bien en ser muy prudentes sobre este punto; y ello no para desanimar o desaconsejar a ejercer este ministerio (lo que sería ponerse en contra del mismo Evangelio) sino para preservarlo de abusos. Hemos de plantearnos otra pregunta: ¿y el que no llega a curar? ¿Qué pensar? ¿Que no tiene fe o que Dios no le ama? Si el perdurar una enfermedad fuese signo de que una persona no tiene fe o que Dios no la ama sería necesario concluir que los santos eran los más pobres de fe y los menos amados por Dios, porque algunos pasaron la vida entera en la cama.

Los médicos calculan hoy que san Francisco de Asís en el momento de morir tenía encima una decena de enfermedades distintas y todas graves. No; la respuesta es otra. El poder de Dios no se manifiesta sólo de un modo (eliminando el mal o curando físicamente) sino también dando la capacidad y tal vez hasta la alegría de llevar la propia cruz con Cristo y de completar aquello que le falta a sus sufrimientos. Cristo igualmente ha redimido el sufrimiento y la muerte. Ésta ya no es más un signo del pecado y participación en la culpa de Adán sino un instrumento de redención. No hay nada que esté fuera de esta posibilidad, ni las enfermedades físicas ni los psicológicas: la angustia, la neurosis, las depresiones. Dios ha dejado ver que sabe hacer santos, tal vez, incluso dejándolos como presas de sus angustias humanas y neurosis. «Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» \’7bMateo 17) y actuando así potencialmente las ha santificado. Convencido de esto, san Pablo exclamaba: «Con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas» (2 Corintios 12,9-10). Y añade: «En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Romanos 8,28) tanto en la enfermedad como en las dolencias. Una cosa debo añadir. ¿Y aquellos que no tienen la posibilidad o la convicción necesaria para participar en las liturgias de curaciones realizadas por personas carismáticas? ¿Son excluidas de la posibilidad ofrecida por Jesús en el Evangelio de hoy? No; hay una vía ordinaria abierta a cada uno para encontrar hoy en la Iglesia al Jesús que pasa «curando a todos» (Hechos 10,38): los sacramentos. El Evangelio nos relata de una mujer, que fue curada sólo por haber tocado el borde del manto de Jesús (Mateo 9, 20ss.); pero en la Eucaristía cada uno tiene la ocasión no sólo de tocar el borde del manto, sino de recibir todo su cuerpo y su sangre.

En Lourdes, el mayor número de curaciones tiene lugar ante el paso del Santísimo Sacramento. Sabemos que existe un sacramento específico para los enfermos. De él leemos en la Escritura: «¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados» (Santiago 5,14-15). Ya no se llama más la «extremaunción» (nombre que tanto miedo daba a las personas) sino más justamente la «unción de los enfermos». Se puede recibir en cada enfermedad de una cierta seriedad y asimismo más veces, si es necesario. Sé bien que una cosa es hablar de enfermedad y otra estar metido dentro de ella. Una cosa, sin embargo, también yo como «presbítero» de la Iglesia prometo hacer por vosotros: rogar para que el Señor os «levante» de vuestro lecho y os dé la alegría de poderlo bendecir aún y alabar en la salud vuelta a encontrar.

 

Iglesia en Aragón. Comentario a las lecturas. Domingo 3º Ordinario, ciclo A.

1.- Reino de los cielos: Es un modo de hablar de los judíos y significa Reino de Dios, o mejor, reinado de Dios. Jesús nos viene a decir que Dios no está de acuerdo con la manera de reinar los hombres y presenta un programa con otra alternativa. Y a este nuevo programa traído por Jesús, la primera comunidad cristiana le dio el nombre de Evangelio, es decir, Buena Noticia. En Jesús podemos encontrar algo nuevo y bueno. Es la experiencia de los primeros discípulos con Jesús. Jesús nos habla de un Padre maravilloso que nos ama y se preocupa de nosotros. Ya no estamos solos y perdidos en la vida. En Jesús aprendemos a ser hermanos y en esta fraternidad vivida y disfrutada está la alegría y la fiesta de la vida. El poder del mal es fuerte, pero hay Alguien más fuerte y lo ha derrotado. Al final triunfará el bien. A mí me hace bien poder hacer mi recorrido por este mundo sintiéndome acogido, perdonado y salvado por el Dios revelado en Jesús. Y, sobre todo, me llena de gozo el pensar que esta nueva manera de vivir sólo es un ensayo de la fiesta que no acabará nunca.

2.- Convertíos.: No significa solamente dejar de hacer el mal sino VOLVED A DIOS. Volver a Dios es iniciar un camino de retorno hacia aquella situación privilegiada de la que nunca debiera haber salido: Dios como fuente de alegría, de paz, de felicidad. Un Dios que siempre me ofrece nuevas posibilidades. Esta consigna del evangelio, más que un simple consejo, debe convertirse, en nuestros días, en un grito angustioso  para esta nuestra  Europa que, en la práctica,  ha optado por ausentarse de Dios.  El hombre, como el árbol, necesita de la profundidad de las raíces y de la inmensidad de los cielos para mantenerse en pie. Hoy se cumplen las palabras de A.  Machado: “Bueno es saber que los vasos nos sirven para beber. Lo peor es que no sabemos para qué sirve la sed”. Esa sed de trascendencia, de plenitud, de felicidad que todos sentimos en lo más íntimo de nuestro ser, nuestra sociedad actual la ha ahogado, hasta el punto de no saber ya para qué sirve.

3.- Os haré pescadores de hombres. ¿Qué es el hombre? Esta es la pregunta que se hace el salmista cuando el hombre, en medio de una noche serena, contempla un cielo estrellado. Y ya, por el hecho de preguntar, el autor del salmo 8 está dando la respuesta. Sólo el hombre, en medio de la creación, puede hacer preguntas: preguntar por tanta grandeza y tanta belleza.  Pero la pregunta queda ahí en suspenso. Tendrá que pasar mucho tiempo hasta la venida de Jesús y entonces se dará la respuesta auténtica y definitiva. El hombre, el hombre cabal, el hombre auténtico es Jesús, modelo de todo hombre. Cuando Jesús llama a los apóstoles, les encomienda una tarea maravillosa: pescar hombres,  hacer que cada persona humana viva en plenitud, se realice plenamente como persona; sea lo que está llamada a ser y no se vaya de este mundo con una vida a medio llenar.

 

Alfa y omega. 3er DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO. El misterio de la llamada

El Evangelio de este III domingo del tiempo ordinario presenta el comienzo de la misión de Jesús. Ahora empieza su predicación. Dice el evangelista que se cumplió así lo que había dicho el profeta Isaías, citándolo literalmente. Mateo da por supuesto que la intención de Jesús es situarse en Galilea, y en la Galilea de los gentiles. Ha comenzado la misión universal.

Esta misión tiene un eje, que literalmente será una continuidad con el Bautista (cf. Mt 3, 2). Jesús, al igual que Juan, comenzó a predicar diciendo: «Convertíos, porque está cerca el Reino de los Cielos». La terminología es la misma. La urgencia es todavía mayor. Pero hay una diferencia importante con el Bautista, porque el Reino que espera Juan es un Reino con un matiz judicial, intensamente condenatorio, siguiendo toda la tradición del Día del Señor en los profetas.

Sin embargo, el Reino de Dios que predicará Jesús será el Reino del Padre, el Reino de la misericordia, donde ciertamente es posible la condenación, porque la libertad humana es intocable. Pero no es ese el sentido del Reino. En todo caso esa posible condenación no será querida y no vendrá por el Reino. Al contrario, el Reino llegará evitando condenas y ofreciendo misericordia. E inmediatamente después aparece la llamada de las dos parejas de hermanos: de Andrés y Pedro y de Santiago y Juan. Es significativo cómo apenas empezada la misión, la predicación del Reino va unida a la llamada. Esta es una característica de esa predicación de Jesús: no es un Reino de amenaza, sino un Reino de llamada. Jesús empieza a llamar por el nombre. Es un Reino personalizador, donde la persona es el centro, el eje, el objetivo. No es un Reino abstracto, de dominio. Es el Reino donde todos caben, donde todos están llamados. Es un Reino de personas.

Es impresionante contemplar en esta página evangélica cómo la llamada acontece mientras esos pescadores están trabajando, cuando están echando el copo en el lago o están repasando las redes. No están dispersos, sino que se encuentran ocupados en su pequeña empresa familiar. Están trabajando haciendo algo que merece la pena. Entonces ahí acontece la llamada.

Recordemos el pasaje del joven rico (cf. Mt 19, 16-26), y veamos cómo la llamada no es para ricos. Aquel joven quería acercarse a Jesús, pero, cuando Él le propone de verdad un seguimiento, el rico se marcha, causando una tristeza intensa a Jesús. ¿El Señor tenía planes especiales para este joven? ¿Habría terminado siendo un gran apóstol? Sin embargo, su vocación se frustró no en aquel momento, sino en toda la etapa anterior. Estaba acostumbrado a vivir muy bien y a hacer lo que quería, a no tener necesidades porque las tenía todas cubiertas. ¿Cabe en esta situación la vocación? Sí, porque Dios es capaz de tumbar del caballo y de abrir agujeros en el muro más denso y fuerte. Pero normalmente Dios no actúa así, sino que se mete suave, discreta y respetuosamente en el proceso de la vida. Y al que le responde sí un día le hace una propuesta mayor al otro día.

Andrés, Pedro, Santiago y Juan eran jóvenes acostumbrados al esfuerzo y al sacrificio, trabajando en el oficio de sus padres, echando la red en el lago o remendándola en la orilla. También hoy Dios está llamando. En el fondo de este abandono de la fe está el problema del joven rico. Cuando no se necesita a Dios, y es la ciencia, y la política, y la economía las que mueven todo, vienen después los malos tiempos y se hunden. El joven rico en el fondo no necesita a Dios. Y cuando va a preguntarle a Jesús acerca de lo que debía hacer para heredar la vida eterna esa pregunta está en realidad vacía, porque no necesita al Señor. Lo que quiere, sin saberlo, es un nuevo título de riqueza.

¡Qué importante es la vocación! Dios llama internamente —a través de mociones y sugerencias— y externamente por medio de la Iglesia. Y un verdadero cristiano, ¿cómo no se va a plantear esto? ¿Cómo no le va a doler que las comunidades no tengan un pastor? ¿Cómo no puede estar dispuesto a decirle al Señor: «Aquí estoy», pero «dame primero lo que me pides y luego ya pídeme lo que quieras»? porque en otro caso no es posible. Recemos de verdad y de corazón, con mucha esperanza, porque Dios sigue ilusionando el corazón de muchos jóvenes para responder con valentía y generosidad a su llamada.