IV Domingo de Adviento. Ciclo A

Primera lectura

Lectura del libro de Isaías 7, 10-14

En aquellos días, el Señor habló a Ajaz y le dijo: «Pide un signo al Señor, tu Dios: en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo».

Respondió Ajaz: «No lo pido, no quiero tentar al Señor».

Entonces dijo Isaías: «Escucha, casa de David: ¿No os basta cansar a los hombres, que cansáis incluso a mi Dios? Pues el Señor, por su cuenta, os dará un signo. Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel».

Salmo. Sal 23, 1b-2. 3-4ab. 5-6

R/. Va a entrar el Señor, él es el Rey de la gloria

Del Señor es la tierra y cuanto la llena,

el orbe y todos sus habitantes:

él la fundó sobre los mares,

él la afianzó sobre los ríos. R/.

¿Quién puede subir al monte del Señor?

¿Quién puede estar en el recinto sacro?

El hombre de manos inocentes y puro corazón,

que no confía en los ídolos. R/.

Ese recibirá la bendición del Señor,

le hará justicia el Dios de salvación.

Este es la generación que busca al Señor,

que busca tu rostro, Dios de Jacob. R/.

Segunda lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 1, 1-7

Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para el Evangelio de Dios, que fue prometido por sus profetas en las Escrituras Santas y se refiere a su Hijo, nacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad por la resurrección de entre los muertos: Jesucristo nuestro Señor.

Por él hemos recibido la gracia del apostolado, para suscitar la obediencia de la fe entre todos los gentiles, para gloria de su nombre. Entre ellos os encontráis también vosotros, llamados Jesucristo.

A todos los que están en Roma, amados de Dios, llamados santos, gracia y paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.

Evangelio

Lectura del santo evangelio según san Mateo 1, 18-24

La generación de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo.

José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo:

«José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados».

Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que habla dicho el Señor por medio del profeta: «Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”».

Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer.

 

COMENTARIOS A LAS LECTURAS

Los sueños de José son los de Dios

Avvenire, el Evangelio por Ermes Ronchi, IV Domingo de Adviento Año A

Entre los testigos que nos acompañan hacia la Navidad aparece José, de manos callosas y corazón soñador, el hombre manso que habla con amor. Después de las dudas del último profeta, Juan Bautista, el domingo pasado, ahora otro creyente, un justo que también duda y es imperfecto, el último patriarca de una historia que nunca ha sido simple y lineal. José, silencioso y valiente, concreto y soñador: el destino del mundo está confiado a sus sueños. Y allí está a salvo, porque el hombre justo tiene los mismos sueños que Dios. Su casa está lista, el matrimonio ya está concertado, la mujer vive en sus pensamientos, todo cuenta una historia de amor verdadero con María. De pronto, sucede: María se encuentra embarazada y José piensa en repudiarla en secreto, junto con ese hijo que no era suyo. El hombre «traicionado» aún busca la manera de salvar a su prometida que está arriesgando su vida como adúltera; el justo «engañado» no se vuelve contra ella, quiere protegerla, porque es lo que hacen los que aman lo hacen. Repudiarla…

Pero Giuseppe no está satisfecho con la decisión tomada. Lucha dentro de un conflicto emocional y espiritual: por un lado, la obligación de informar y por otro la protección de la mujer que ama. A medio camino entre el amor a la ley de Moisés: quitarás de en medio de ti al pecador (cf. Dt 22,22), y el amor a la joven de Nazaret. Y sucede algo inesperado, bello y sorprendente. José tiene un sueño en el que el rostro de María se mezcla con el de los ángeles. Primero ha tenido que decidir, luego viene un sueño de Dios, llega sólo después, sin eximirlo del esfuerzo y de la libertad: «No tengas miedo de llevar contigo a María».

Tú ya quieres llevarla contigo, solo que tienes miedo. No tengas miedo de amarla, José, el que ama no se equivoca. Dios no interviene para resolver los problemas con una varita mágica, no nos salva de los conflictos, sino que está con nosotros dentro de los problemas y obra en sinergia con nuestra cabeza y nuestro corazón, con la inteligencia y la empatía, pero también con nuestra capacidad de imaginar y buscar nuevas soluciones. Es el arte divino del acompañamiento, que camina al paso con nosotros, hacia la única respuesta posible: proteger la vida con la propia vida. De quién ha aprendido Jesús a ir más allá de la ley antigua, a poner a las personas antes que las reglas sino escuchando de José la historia de cómo conoció a María, cómo fue su noviazgo y luego su matrimonio. A los niños les gusta escuchar estas historias. ¿De quién entendió el pequeño Jesús que el amor es lo primero, que siempre está un poco fuera de la ley? María y José, pobres en todo, pero Dios no quiso que fueran pobres de amor, porque entonces hubieran sido pobres de Él.

He aquí cómo tuvo lugar el nacimiento de Jesucristo. IV DOMINGO DE ADVIENTO

P. Raniero Cantalamessa, ofm

En las tres lecturas de este Domingo hay algo en común; en cada una de ellas se habla de un nacimiento: «Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros»» (l lectura). «Cristo Jesús…, ha nacido, según la carne, de la estirpe de David» (II lectura). «El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera» (Evangelio). Podríamos llamarlo el «¡Domingo de los nacimientos!» En la Biblia el nacimiento reviste una grandísima importancia. Todas las grandes historias bíblicas comienzan con la descripción del nacimiento del personaje, que hace ya presagiar su misión: Isaac, Moisés, Juan Bautista, Jesús mismo. Dado que nosotros nos hemos propuesto situamos frente al Evangelio con los problemas y las instancias del hombre de hoy, no podemos evitar planteamos de inmediato la pregunta así: ¿por qué nacen pocos niños en tantos países del occidente, incluida Italia y también en España, con un índice de natalidad de los más bajos en la Comunidad Europea? Navidad, que en un tiempo era la fiesta por excelencia de los niños, ahora ya no lo es. Es la fiesta de los mayores, de los adultos. Lo que se ve en las vitrinas o escaparates en Navidad son regalos sobre todo para los mayores. Si antes, en Navidad, la alegría de los mayores era sobre todo poder hacer felices a los niños, ahora parece que sea sobre todo hacerse felices entre sí. Cada vez hay menos niños. Nuestro país, como muchos otros, está lleno de asilos y de escuelas elementales o de párvulos, que se cierran o se «reconvierten» a no ser por el fenómeno de la emigración. Yo sé que estoy tocando un punto delicado, que representa para muchos un drama íntimo. Lo hago, por lo tanto, como caminando sobre la punta de los pies, con todo el respeto de que soy capaz, consciente de que en este campo entran en juego muchos factores y por ello no se puede dar un juicio único válido para todos los casos.

Honestamente, ¿podemos llegar a decir que las dificultades económicas y sociales ahora son mayores que en otros momentos del pasado? Si lo que estamos viviendo es un momento de «crisis», ¿qué momento del pasado, antiguo y reciente, no lo ha sido? El problema verdadero es la aridez o sequedad espiritual, la pérdida de energía vital, de alegría, de capacidad de proyectarse hacia el futuro. Es la pérdida de una cierta inocencia e ingenuidad y, por lo tanto, de la capacidad de asombro, de maravilla, frente a la vida y a las cosas. Es una pérdida de poesía. Estamos como un árbol, que va perdiendo las raíces más profundas y ahora se alimenta sólo con raíces superficiales. A fuerza de planificación, dentro de poco ya no habrá nada que «planificar», porque todo estará terriblemente «allanado». A veces, hasta se le echa la culpa a los impuestos o tasas. Nos chocará asimismo este factor; pero el motivo principal ante la falta de natalidad no es de tipo económico. Contrariamente, los nacimientos debieran aumentar a medida que se sube hacia los estratos más altos de la sociedad o a medida que se va trepando desde el Sur hacia el Norte. No obstante, sabemos que ocurre exactamente lo contrario.

El motivo es más profundo ¡es la falta de esperanza! Si casarse supone siempre un acto de fe, poner en el mundo a un hijo es siempre un acto de esperanza. Nada se hace en el mundo sin esperanza. Tenemos necesidad de esperanza como del oxígeno para respirar. Cuando una persona está ante la inminencia de desaparecer, se le grita a quien está junto a ella: «¡Dadle algo fuerte para respirar!» Lo mismo se debiera hacer con quien está a punto de abandonarse, de rendirse frente a la vida: «¡Dadle un motivo de esperanza!» Cuando una persona se levanta por la mañana y no tiene nada que esperar durante el resto de la jornada, nada de nada, no le perdáis de vista: está en un grave peligro… Es de este modo cómo maduran los propósitos de suicidio. Los jóvenes tienen necesidad de esperanza. Los hijos vuelven a gusto a casa o permanecen allí si en ella se respira un aire de esperanza. Si no, huyen, se evaden. Ciertos fenómenos, como la droga y la discoteca, en lo que ésta tiene de frenético y autodestructivo, es síntoma de falta de esperanza. «¿Para qué vienes aquí?», se le preguntó a un joven, cuando entraba en una discoteca, y la respuesta fue: «¡Para no pensar!» La esperanza se forja de respiración corta y se acorta hasta llegar a ser lo que llena el espacio entre una y otra dosis de droga o entre un sábado por la tarde y otro. Cuando en una situación humana renace la esperanza todo parece distinto, aunque si de hecho nada haya cambiado. La esperanza es una fuerza fundamental. Literalmente hace milagros. Yo soy muy friolero. Pero he notado una cosa: el frío de abril me da menos miedo, lo soporto mejor, que el frío de noviembre, aunque sea de la misma intensidad. ¿Por qué? En abril se tiene por delante la primavera, en noviembre el invierno. El de abril es un frío con esperanza, el de noviembre sin esperanza.

Es hora de preguntarnos: ¿qué tiene que ofrecer el cristianismo a la gente en este momento de la historia? El Evangelio tiene una cosa esencial a ofrecer: ¡la Esperanza! Aquella con letra mayúscula, la Esperanza como virtud teologal. Las esperanzas terrenas (casa, trabajo, salud, nacimiento de hijos), aunque cumplidas, inexorablemente desilusionan si no hay algo más profundo, que las sostiene y las enaltece. Son como hojas que se marchitan cuando el tronco del árbol se ha secado. Miremos lo que acontece en una telaraña. La telaraña es una obra de arte. Perfecta en su simetría, elasticidad y funcionalidad. Está bien tensa de hilos por todos los lados, que la estiran horizontalmente. Pero está arrastrada desde lo alto y en su centro por un hilo, el hilo que la araña se ha tejido descendiendo. Si uno corta uno de los hilos laterales, la araña sale fuera, lo repara con rapidez y todo vuelve a su sitio. Pero si vosotros rompéis aquel hilo, que baja desde lo alto, todo se afloja. La araña sabe que ya no hay nada que hacer y se aleja. La Esperanza teologal es el hilo, que baja de lo alto en nuestra vida, el que sostiene toda la trama de nuestras esperanzas. Pero ¿qué es la esperanza teologal? Es una capacidad nueva proporcionada para quien cree. Ella viene a incrustarse en la capacidad natural de proyectarse hacia el futuro, que es la simple esperanza humana, dándole un nuevo motivo y un nuevo contenido. Le confiere un horizonte «abierto», no cerrado ya por muro alguno, por ningún obstáculo. Ni siquiera el de la muerte. La Esperanza, junto con la Fe y la Caridad, es uno de los tres brotes o semillas divinas, que planta el Espíritu Santo en la vida del bautizado; una de las tres nuevas «posibilidades», que Cristo ha creado para el hombre. «El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva» (1 Pedro 1,3). Reengendrados: se trata, pues, de un nuevo nacimiento, una nueva juventud. San Pablo define al Dios cristiano como el «Dios de la esperanza» (Romanos 15,13).

El poeta Péguy ha escrito un poema sobre la Esperanza teologal. En un cierto punto más o menos dice así: Fe, Esperanza y Caridad son como tres hermanas, que caminan alegremente cogidas de la mano por la calle. Dos son mayores y una, la del medio, es una niña. (Y se entiende cual es la pequeña). Todos, viéndolas, piensan que las dos mayores, la Fe y la Caridad, son las que llevan a la pequeña. Mas, por el contrario, es exactamente lo opuesto: es la pequeña, la Esperanza, la que arrastra a las otras dos, porque si se para la esperanza todo se detiene. Como los fieles en un tiempo, añade todavía, cuando salían de la iglesia se pasaban de mano en mano el agua bendita, así los cristianos deben pasarse de mano en mano, de padre a hijo, la divina Esperanza. ¿Qué puede representar la fiesta de Navidad en este momento, en el que sentimos tan fuerte la necesidad de esperanza? Puede representar la ocasión para un cambio de tendencia y para un renacimiento de la esperanza. Un oráculo profético, aplicado por la liturgia al nacimiento de Jesús, nos dice: «El pueblo que andaba a oscuras vio una luz grande… Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la alegría… Porque una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Isaías 9,1-5). Estas palabras, leídas en nuestro contexto actual, adquieren un significado del todo especial. Contienen una promesa, añaden una vía para salir del vacío y del cenagal espiritual, en el que nos encontramos.

Es necesario, sin embargo, redescubrir quién es aquel Niño y qué ha venido a traemos. Hay que volver a darle su sentido a la Navidad. Una Navidad sin el Niño Jesús es como un marco sin ningún cuadro dentro, como una Misa sin consagración y como una fiesta sin la celebración. La fiesta de Navidad ha sido siempre la ocasión para hacer surgir en todos, grandes y pequeños, lo que hay de principal, más espontáneo, mejor, en el corazón: la capacidad de alegrarse y de maravillarse. Y esto del mismo modo durante la guerra y en tiempos mucho más oscuros que el nuestro. Tengo una propuesta a haceros: que cada familia adopte a una niña en esta Navidad… ¡La niña Esperanza! Lleváosla a casa. ¿Qué no sucede allí donde entra esta niña? La Esperanza vuelve a comenzar siempre desde el principio. Es especialista en esto. Mil desilusiones y disfraces para ella no cuentan nada. En ciertos países, una inversión de la tendencia en la natalidad, un aumento de cunas, será el signo concreto de la capacidad del pueblo cristiano de volver a comenzar, de saber encontrar recursos siempre nuevos en el fondo riquísimo de su humanidad y de su historia. Y acordémonos de lo que dijo un día Jesús: «El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe» (Mateo 18,5). Esto vale asimismo para quien acoge a un niño pobre y abandonado, para quien adopta o sustenta a un niño del tercer mundo. Pero vale sobre todo para los dos padres cristianos que, amándose, se abren a una nueva vida en la fe y en la esperanza. Aquel niño o aquella niña, que nacerá, será Jesús en medio de ellos: «… a mí me recibe». Estoy seguro de que muchas parejas, que hasta estaban en un momento presas de turbación al anunciárseles el embarazo, deberán repetir después por cuenta propia las palabras de este oráculo: «Has multiplicado la alegría, has aumentado el gozo, porque un niño nos ha nacido, ¡se nos ha dado un hijo!» (Isaías 9,2; Lucas 2, 11ss.).

Iglesia en Aragón. Comentario a las lecturas. Domingo 4º Adviento, ciclo A.

1.- Dios con nosotros.

Desde el momento que Dios se ha hecho “hombre” Dios ha dejado definitivamente de ser sólo “Dios en sí” para ser también “Dios-con-nosotros”. El evangelio de Mateo que comienza hablándonos del EMMANUEL, termina con estas consoladoras palabras: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos”. Desde este momento ya nadie podrá decir que está solo.  Éste es el gran misterio de la Encarnación. Un misterio que debemos “contemplar” en Navidad, en cualquier rincón del mundo donde se represente un belén.  Pasemos deprisa la mirada sobre tantas luces, ríos, montañas, animales, figuras, personajes, -aunque sean reyes-, y concentremos nuestra mirada en ese Dios Inmenso que se hace pequeño y vulnerable en la fragilidad de un niño que llora.  Caigamos de rodillas “estremecidos” ante ese enorme misterio. Es lo que hicieron los Magos: “Y cayendo de rodillas, le adoraron” (Mt. 2,11).

2.- Dios salva. ¿De qué nos salva?

Nos salva de la oscuridad. Nos salva de nuestras dudas, de nuestros miedos, de nuestras angustias, de nuestra perplejidad. Así sucedió con José, “el hombre justo”. El Ángel del Señor le cierra una puerta a un mundo de oscuridad y zozobra y le abre otra a un mundo de luz y de paz.  Nos salva de lo peor que hay en nosotros: nuestro egoísmo, nuestra violencia, nuestra mirada miope y materialista.

Nos salva de la esclavitud. Decía Jesús: “El que hace el pecado se hace esclavo del pecado” (Jn.8,34).  Nuestro pecado son las tendencias, los apetitos, la concupiscencia que nos impulsa a apetecer lo que no nos conviene, y nos hace daño.  Preferimos un placer inmediato y pasajero a una felicidad plena y duradera. Ser libres es quedar fascinados por Dios, vivir enamorados de Dios y de su Reino hasta el punto de perder el gusto y el atractivo por las cosas del mundo que nos esclavizan. ¿Cómo puede ser esto? “Dame un corazón que ame y entenderá lo que digo”. (S. Agustín)

Nos salva del falso concepto de Dios. Hay todavía cristianos que no comprenden a un Dios enamorado de la vida, un Dios que sufre más que nosotros cuando nosotros lloramos y goza más que nosotros cuando nosotros reímos. Un Dios que, si pudiera dormir, despertaría sin cosas, pero no sin sueños. Nosotros somos el sueño de Dios. “Su delicia es estar con los hijos de los hombres” (Pro. 8,3)

Alfa y omega. 4º DOMINGO DE ADVIENTO. La casa de José.

Celebramos el cuarto domingo de Adviento. Encendemos la cuarta vela de nuestra corona simbólica. Ya está muy cerca la Navidad. Es la última etapa de nuestra peregrinación que nos prepara para la venida del Señor.

El Evangelio de Mateo nos presenta el relato del nacimiento virginal de Jesús. Él no proviene de la carne, aunque asume la carne. Su origen último no es la carne y la sangre, sino Dios, aunque Él haya tomado carne personalmente en el vientre de María. Por eso dirá: «El que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mt 12, 50).

El pasaje evangélico de este domingo ofrece muchos matices. El protagonista es José. Ciertamente, María sigue siendo el sujeto del milagro: ha quedado encinta, es obra del Espíritu Santo. Pero José es llevado a un primer plano en este relato de Mateo. Se va a subrayar la necesidad de aquella mediación, que es la mediación de Israel: es la mediación de toda una genealogía israelita que, a través de José, legitima el nacimiento de Jesús humanamente, según la ley judía.

Por eso, el protagonista en este relato de Mateo es José, frente a Lucas 1, donde aparece como protagonista María en diálogo con el ángel. De este modo, se nos da de una manera completa el retrato de los que dan entrada a Jesús: María, como madre, y José, como toda una tradición patriarcal que se abre a la venida de Dios, le da su nombre, lo protege y lo conduce.

María está desposada con José (está casada con él: es un matrimonio, pero no han vivido juntos). Como en todos los pueblos antiguos, el matrimonio se gesta en la familia, desde niños. Pero mantienen una moral seria y un respeto a la persona. Ese matrimonio pactado ya casi en la infancia no se realizará hasta que no haya una juventud madura. Pero María queda encinta antes de vivir con su esposo. El evangelista adelanta que es por obra del Espíritu Santo.

José es considerado en el Evangelio como justo. Esta palabra adquiere un tono diferente. No es ese hombre rígido, fundamentalista, que ante una posible traición de la mujer la denuncia en público con el riesgo de quedar desprestigiada de por vida si no moría antes asesinada. Era una costumbre de la época. Ahora la palabra justo tiene un sentido bíblico: significa misericordioso, humano, respetuoso. Aquí justo es el hombre bueno ante Dios, la persona caritativa. José es piadoso, comprensivo; no quiere hacer daño a la persona que ama, aunque esté herido, roto. María lo merece. Él no ve, no sabe, está en la oscuridad, sufre, pero es justo, y la va a despedir discretamente, en secreto sin escándalo. No quiere que esto sea el hundimiento de María.

Esta página del Evangelio muestra cómo le habla el ángel a José en sueños (cf. Gn 28, 11-22). Él reconoce el mensaje de Dios y lo va a obedecer. Le pondrá al Hijo el nombre de Enmanuel, Dios con nosotros. Es la profecía de Isaías ahora realizada en María (cf. Is 7, 14). José lo ve, lo admite y lo asume en obediencia a Dios. Y desde ese momento su matrimonio ha dado un salto inmenso, porque ya no está regido por la carne o la sangre, sino que es un matrimonio escatológico, que ya roza el futuro de la resurrección.

Es impresionante el final de este relato evangélico: José recibe a María, la lleva a su casa. Recordemos que en la cruz Jesús le dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo», y después le dice al discípulo amado: «Ahí tienes a tu madre», y termina con estas palabras: «Desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19, 25-27). María es recibida en la casa de José, el justo, y en la casa del discípulo amigo entrañable de Jesús. Ambos saben que no reciben una carga, sino una gracia. Saben que tener a María en casa es tener a Jesús, uno como hijo y el otro como hermano. ¡Qué gratitud tan grande la de José, y después la del discípulo amado, al recibir a María en su casa!

¡Qué hermoso mensaje para una preparación inmediata a la Navidad! Recibir a María en la casa, en el propio corazón, y convertirse en varón justo, es decir, varón que respeta la dignidad, la grandeza, el significado y los derechos de toda mujer, y que renuncia a cualquier tipo de machismo, de violencia y de superioridad.

Termina el tiempo del Adviento. ¿No sería una manera hermosa de coronar el Adviento y de encender la última vela, recibiendo a María en nuestro corazón, y mirando a todas las mujeres, cercanas y lejanas, como personas, respetando en todo momento su dignidad y sus derechos? Sería una forma bonita de acercarse a las puertas de la Navidad.