Por cuestiones de trabajo en uno de los proyectos que se plantearon hubo que desplazarse hasta un convento de clausura. Tuve la inmensa suerte de que nos abrieran las puertas para pasar una jornada con la comunidad. No era especialmente numerosa y sí variopinta en edades y caracteres, procedencias. Sin embargo, había un denominador común: alegría y serenidad. Bien es cierto que durante nuestra estancia descolocamos un poco la vida y el orden en el convento pero también nos sirvió para acercarnos más a la clausura, difícil de comprender en muchas ocasiones, al menos para mí. A través de sus palabras, las monjas reflejaban la alegría que se siente cuando uno ama lo que hace, cuando se está en paz. Apenas unas horas de convivencia sirvieron para que viéramos lo poco que hace falta cuando se tiene TODO y que ese todo para ellas es Dios. Viven convencidas en Él y con Él y no necesitan nada más allá de esos muros porque lo que existe fuera “les distrae”. En el silencio y en la clausura viven la plenitud de su fe y amor a Dios. Fue una experiencia realmente enriquecedora. Además, durante un día y dentro de aquel convento fue como si de repente no existiera nada más, en medio de las prisas y los ruidos, el estrés, allí estaba ese oasis de serenidad.