Homilía. III Domingo de Cuaresma
Pues que nos adentramos en la tercera semana de Cuaresma y va siendo hora de CONVERTIRNOS. Pero de convertirnos de verdad. Porque, quizás, tenemos la tentación de reducir eso de convertirnos a, por ejemplo, confesarnos. ¿Qué es bueno confesarse? ¡Pues claro! Es un comienzo. Pero solo un comienzo. ¿Quizás sea esforzarnos para corregir algún defecto, algo que hacemos mal? Bueno, es otro comienzo. Pero solo eso, otro comienzo. Pero convertirse es algo más; es cambiar, transformarse, dar los frutos que aún no damos.
Porque convertirse no es esforzarse para evitar caer en el abismo, sino lanzarme a la escalada para intentar llegar a la cima.
Porque convertirse no es llorar por el pasado que estuvo mal, sino volver al esfuerzo de cada día; es decir, no llorar porque me he caído, sino levantarme y continuar.
Porque convertirse no es rechazar el pasado, que ya no es y por tanto ya no lo pueden cambiar, sino afirmar la novedad de la vida que a cada momento se me ofrece.
Porque convertirse no significa angustiarse por las ataduras que no dejan a uno moverse, sino esforzarme por romperlos para no sentirme esclavo de nada.
Porque convertirse no es decir no, sino decir sí. No es evitar el mal, sino hacer el bien.
Y porque convertirse lleva consigo también, quizás, solo quizás, la necesidad de cambiar de Dios. Porque es posible que para nosotros Dios siga siendo ese Ser que castiga a los malos, que hace caer en desgracia a quienes se lo merecen, que… Y debemos, de una vez por todas, descubrir al auténtico Dios, al que no vino a condenar, sino a salvar, que no vino a ser servido, sino a servir. Un Dios que, así, sí que merece a pena. Porque sé que me ama. Solo me ama. Nada más que me ama. Y entonces, descubriré que el amor es lo que me hace de él. Y que el amor no mira atrás, sino hacia adelante; no destruye, sino que construye; no cumple, sino que vive. Porque el amor… ama.
He ahí el auténtico camino para una verdadera conversión: el amor.
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