Miles de personas se ven obligadas a huir de sus hogares por diversos motivos como la violencia, la guerra, la persecución religiosa o política, o la pobreza extrema. Ante esta realidad, ¿Cómo podemos como jóvenes católicos responder? La respuesta a esta pregunta está arraigada en los principios y enseñanzas de nuestra fe. Como católicos, somos llamados a seguir el ejemplo de Jesús y vivir el mandamiento del amor al prójimo. Debemos recordar las palabras de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; fui forastero y me alojaron; estuve desnudo y me vistieron; enfermo y me visitaron; en la cárcel y fueron a verme» (Mateo 25:35-36). En este sentido, la Iglesia católica ha sido clara en su posición respecto a los refugiados. El Papa Francisco ha llamado continuamente a los católicos a abrir nuestras puertas y mostrar compasión a aquellos que sufren y buscan un lugar seguro para vivir. Él nos recuerda que los refugiados son hermanos y hermanas y que tenemos la responsabilidad de acogerlos y apoyarlos en su proceso de integración.

Al reflexionar sobre la situación de los refugiados, es importante recordar que nuestra fe nos llama a ir más allá de las respuestas meramente humanitarias. No solo debemos proveerles de vivienda, alimento y otras necesidades básicas, sino también debemos ofrecerles un verdadero sentido de acogida y pertenencia. Esto implica reconocer su dignidad como seres humanos creados a imagen y semejanza de Dios, y respetar sus derechos fundamentales. La Biblia está llena de historias que nos muestran la importancia de recibir a los extranjeros y forasteros. Abraham, Moisés y el propio Jesús fueron, en su momento, refugiados. Nos enseñan que Dios tiene un corazón especial para aquellos que son forasteros y marginados.  Además, nuestra fe también nos llama a promover la justicia y trabajar por la paz. Muchos de los conflictos que obligan a las personas a huir de sus hogares son el resultado de la injusticia, las desigualdades y la violencia, debemos abordar las causas fundamentales de los problemas, buscando soluciones justas y pacíficas que permitan a las personas vivir en paz y prosperidad en sus propios países. También debemos recordar que la acogida y el amor al prójimo no están exentos de desafíos. Es comprensible que algunas personas tengan miedos o preocupaciones ante la llegada de los refugiados. Sin embargo, debemos superar estos temores y recordar que el amor nos llama a actuar con compasión y empatía. Al mismo tiempo tenemos que resistir la tentación de juzgar o estigmatizar a los refugiados. En lugar de ello, debemos buscar conocer sus historias, sus culturas y sus aportes, y reconocer la riqueza que traen a nuestras comunidades.

Con esta reflexión, he recordado que todos somos hijos e hijas de Dios y, por lo tanto, tenemos una responsabilidad compartida de cuidar y proteger a nuestros hermanos y hermanas que se ven obligados a huir de sus hogares. Debemos abrir nuestras puertas, ofrecerles seguridad y apoyo, y trabajar por la justicia y la paz que permita a cada persona vivir una vida digna y plena.

 

 

 

 

 

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