NATIVIDAD DEL SEÑOR

Primera lectura Lectura del libro de Isaías 52, 7-10

¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que proclama la paz, que anuncia la buena noticia, que pregona la justicia, que dice a Sión: «¡Tu Dios reina!».

Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, porque el Señor ha consolado a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén. Ha descubierto el Señor su santo brazo a los ojos de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la salvación de nuestro Dios.

Salmo. Salmo: Sal 97, 1bcde. 2-3ab. 3cd-4. 5-6

R/. Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios

Cantad al Señor un cántico nuevo,

porque ha hecho maravillas.

Su diestra le ha dado la victoria,

su santo brazo. R/.

El Señor da a conocer su salvación,

revela a las naciones su justicia.

Se acordó de su misericordia y su fidelidad

en favor de la casa de Israel. R/.

Los confines de la tierra han contemplado

la salvación de nuestro Dios.

Aclama al Señor, tierra entera;

gritad, vitoread, tocad. R/.

Tañed la cítara para el Señor,

suenen los instrumentos:

con clarines y al son de trompetas,

aclamad al Rey y Señor. R/.

Segunda lectura Lectura de la carta a los Hebreos 1, 1-6

En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de la Majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues, ¿a qué ángel dijo jamás: «Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy»; y en otro lugar: «Yo seré para él un padre, y el será para mi un hijo»? Asimismo, cuando introduce en el mundo al primogénito, dice: «Adórenlo todos los ángeles de Dios».

Evangelio Lectura del santo evangelio según san Juan 1, 1-18

En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.

Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

COMENTARIOS

En el mundo está la luz verdadera que ilumina a todo hombre

Avvenire, el evangelio por Ermes Ronchi, Navidad del Señor

Hoy escuchamos un Evangelio inmenso, que nos obliga a pensar en grande. Juan comienza con un himno, un canto que nos llama a volar alto, un vuelo de águila que proyecta a Jesús de Nazaret hacia los confines del cosmos y de los tiempos. En el principio era el Verbo y el Verbo era Dios. En el principio y en lo profundo, en el tiempo y fuera del tiempo. ¿Un mito? No, porque el vuelo del águila se desliza entre las tiendas del campamento humano: y vino a vivir, plantó su tienda entre nosotros.

Entonces Juan vuelve a extender sus alas y se lanza hacia el origen de todas las cosas que existen: todo fue hecho por él (v 3). Nada de nada sin él. “En el principio”, “todo”, “nada”, “Dios”, palabras absolutas, que nos ponen en relación con el todo y con la eternidad, con Dios y con el cosmos, en una visión extraordinaria que abarca el tiempo, las cosas, el espacio, la divinidad. Sin él nada de lo que existe fue hecho. No sólo los seres humanos, sino también la brizna de hierba y la piedra y el petirrojo de esta mañana, toda la vida ha florecido de sus manos. Nadie ni nada nace de sí mismo…

Navidad: vino al mundo la luz verdadera, la que ilumina a todo hombre. Todo hombre, toda mujer, todo niño y todo anciano, todo enfermo y todo migrante, todos, sin excepción; no hay existencia sin esa luz, no hay historia sin el brillo de un tesoro, lo suficientemente profundo como para que ningún pecado lo pueda extinguir jamás. Y así hay un fragmento de la Palabra en cada carne, un pedazo de Dios en cada hombre, hay santidad en cada vida.

¡La luz brilla en la oscuridad, pero la oscuridad no la recibió! La oscuridad no vence a la luz. Nunca la vencerá. La noche no vence al día. Repitámoslo a nosotros mismos y a los demás, en este mundo duro y triste: la oscuridad no vence.

“En el principio era el Verbo y el Verbo era Dios…”. Que quisiera traducir: en el principio había ternura / y la ternura era Dios, y la ternura de Dios se hizo carne. La Navidad es la historia de Dios que ha caído en la tierra como un beso (B. Calati). La Navidad es la emoción de lo divino en la historia (Papa Francisco). Por eso somos más felices en Navidad, porque sientes la emoción, ralentizas el tiempo, miras más a tu hijo, le das una caricia… Jesús es la historia de la ternura de Dios (EG), trae la revolución no de la omnipotencia o la perfección, sino de la ternura y la pequeñez: Dios en la humildad, este es el secreto de la Navidad. Dios en la pequeñez esta es la fuerza disruptiva de la Navidad. Dios recostado sobre la pobre paja como una espiga nueva, no estamos esperando a Alguien que vendrá de repente, sino que queremos tomar conciencia de Alguien que, como una luz, ya vive en nuestra vida.

NATIVIDAD DEL SEÑOR ¿Por qué Dios se ha hecho hombre?

P. Raniero Cantalamessa, ofm

Una antigua costumbre prevé tres misas para la fiesta de Navidad, llamadas respectivamente «de la medianoche», «de la aurora» y «del día». En cada una, a través de las lecturas, viene presentado un aspecto diferente del misterio, de tal manera que tengamos de él una visión por así decirlo tridimensional. La Misa de la medianoche nos describe el hecho del nacimiento de Cristo y las circunstancias en que acontece. La Misa de la aurora, con los pastores que van a Belén, nos indica cuál debe ser nuestra respuesta al anuncio del misterio: ir nosotros sin tardar a adorar al Niño. La Misa del día, teniendo en el centro el prólogo de Juan, nos revela quién es en realidad aquel que ha nacido: el Verbo eterno de Dios existente antes de la creación del mundo.

De las tres misas de Navidad, la última, llamada «del día», está reservada a una reflexión más profunda sobre el misterio. Un deber de este género no podía ser confiado más que a Juan, del cual está sacado en efecto el Evangelio de la misa. Lucas (misa de la medianoche y de la aurora) narra el nacimiento de Cristo desde María, Juan su nacimiento desde Dios. Esta revelación está introducida, en la segunda lectura, por las palabras de la carta a los Hebreos. La venida de Cristo al mundo ha señalado el gran cambio en las relaciones entre Dios y el hombre. Dios, que antes hablaba con los hombres sólo mediante una persona interpuesta por medio de los profetas ahora nos habla «en persona», porque el Hijo no es más que «el reflejo de su gloria, impronta de su sustancia». Vayamos directos al vértice del prólogo de Juan: «Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros» y, de inmediato, planteémonos la pregunta, que debe ayudarnos a penetrar en el corazón del misterio de la Navidad: ¿Por qué la Palabra o Verbo se ha hecho carne? ¿Por qué Dios se ha hecho hombre? En el Credo hay una frase que en este día de Navidad se recita poniéndose de rodillas: «Por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encamó de María, la Virgen, y se hizo hombre». Es la respuesta fundamental y perennemente válida a nuestra pregunta: «¿Por qué la Palabra se ha hecho carne?». Pero tiene necesidad ella misma de ser comprendida a fondo. La pregunta, en efecto, se puede plantear bajo otra forma: ¿Y por qué se ha hecho hombre «para nuestra salvación»? ¿Sólo porque nosotros teníamos pecado y teníamos necesidad de ser salvados? No somos los primeros en planteamos esta pregunta. Ella ha apasionado a generaciones de creyentes y de teólogos en los pasados siglos y es bonito, ahora que hemos entrado desde hace poco en el tercer milenio de la encarnación, ver el camino por ellos recorrido y las soluciones a las que han llegado. No son conceptos imposibles de entender, con un poco de esfuerzo, para un simple creyente y en compensación abren horizontes nuevos a la fe y a la alabanza.

En el Medioevo se hace camino una explicación de la encarnación, que traslada el acento del hombre y de su pecado a Dios y a su gloria. Se comenzó a preguntarse: ¿puede la venida de Cristo, que es llamado «el primogénito de toda creación» (Colosenses 1,14), depender totalmente del pecado del hombre, realizado a continuación de la creación? San Anselmo parte de la idea del honor de Dios, ofendido por el pecado, que debe ser reparado y del concepto de la «justicia» de Dios, que debe ser «satisfecha». Escribe un tratado con el título ¿Por qué Dios se ha hecho hombre? (Cur Deus homo?), en donde dice entre otras cosas: «La restauración de la naturaleza humana no hubiera podido suceder, si el hombre no hubiese pagado a Dios lo que le debía por el pecado. Pero la deuda era tan grande que, para satisfacerla, era necesario que aquel hombre fuese Dios. Por lo tanto, era necesario que Dios asumiese al hombre en la unidad de su persona, para hacer, sí, que aquel que debía pagar y no podía según su naturaleza, fuese personalmente idéntico con aquel que lo podía». La situación, de la que se hace eco un autor oriental, era esta. Según la justicia, el hombre debiera haber asumido la deuda y traer la victoria, pero era siervo de aquellos a quienes debía haber vencido en la guerra; Dios, por el contrario, que podía vencer, no era deudor de nada a nadie. Por lo tanto, uno debía traer la victoria sobre Satanás; pero sólo el otro podía hacerlo. He aquí, pues, el prodigio de la sabiduría divina que se realiza en la encarnación: los dos, el que debía combatir y el que podía vencer, se encuentran unidos en la misma persona, Cristo, Dios y hombre, y alcanza la salvación (N. Cabasilas). Sobre esta nueva línea, un teólogo franciscano, Duns Scoto, da el paso decisivo, liquidando la encarnación de su ligamen esencial con el pecado del hombre y asignándole, como motivo primario, la gloria de Dios. Escribe: «En primer lugar, Dios se ama a sí mismo; en segundo lugar, se ama a través de otros distintos a sí con un puro amor; en tercer lugar, quiere ser amado por otro que lo pueda amar en un grado sumo, hablando, se entiende, del amor de alguno fuera de él». El motivo de la encarnación es, por lo tanto, que Dios quiere tener, fuera de sí, a alguno que lo ame en un modo sumo y digno de él. Y este no puede ser otro que el hombre-Dios, Jesucristo. Cristo se hubiera encarnado incluso si Adán no hubiese pecado, porque él es la coronación misma de la creación, la obra suprema de Dios.

El problema del por qué Dios se ha hecho hombre llega a ser rápidamente el objeto de una de las más encendidas disputas de la historia de la teología. Por una parte, los tomistas sostenían el motivo de la redención por el pecado; por otra, los escotistas sostenían el motivo que podríamos llamar por la gloria de Dios. Hoy no nos apasionamos más en estas disputas antiguas. Pero la pregunta: «¿Por qué Dios se ha hecho hombre?» es demasiado vital para que pueda pasarnos en silencio. Permanecemos siempre en la superficie de la Navidad, sin comprender el sentido profundo, el único capaz de llenar de veras el corazón de gratitud y de alegría. El descubrimiento del verdadero rostro de Dios en la Biblia, en acto en la teología moderna, junto con el abandono de ciertos trazos hereditarios del «dios de los filósofos», nos ayuda a descubrir el alma de la verdad encerrada en la intuición de los pensadores medievales; pero para completarla y superarla. En su respuesta a la pregunta: «¿Por qué Dios se ha hecho hombre?», san Anselmo parte del concepto de la justicia de Dios, que hay que satisfacer. Ahora bien, es cierto que nos encontramos delante de un residuo de la concepción griega de Dios, en la cual Dios viene experimentado «como justicia y como sumo principio de compensación». La justicia es la esencia de este Dios, al que, en sentido estricto, no es posible dirigir la plegaria. Para Aristóteles, Dios es esencialmente la condición última y suficiente para la existencia del orden cósmico. También, la Biblia conoce el concepto de la «justicia de Dios» e insiste frecuentemente. Pero hay una diferencia fundamental: la justicia de Dios, especialmente en el Nuevo Testamento y en Pablo, no indica tanto el acto mediante el cual Dios restablece el orden moral trastornado por el pecado, castigando al trasgresor, cuanto más bien el acto mediante el cual Dios comunica al hombre su justicia, lo hace justo. La reparación o expiación de la culpa no es la condición para el perdón de Dios, sino su consecuencia.

También, en la solución de Duns Scoto el punto débil está en el hecho de que se parte de una idea de Dios más aristotélica que bíblica. Scoto dice que Dios decreta la encarnación del Hijo para tener a alguno, fuera de sí, que lo ame en un modo sumo. Mas que Dios «sea amado» esto es lo más importante y, más bien, lo solo posible para Aristóteles y la filosofía griega, no para la Biblia. Para la Biblia lo más importante es que Dios «ama» y ama primero (Juan 4,10.19). Por lo tanto, en teología, mientras que en el puesto de «un Dios que ama» dominara la idea de «un Dios que tiene que ser amado», no se podía dar una respuesta satisfactoria a la pregunta por qué Dios se ha hecho hombre. La revelación del Dios-amor cambia todo lo que el mundo hasta entonces había pensado sobre la divinidad. Estas premisas allanan el camino a una nueva solución del problema del porqué de la encarnación. Dios ha querido la encarnación del Hijo no tanto por tener a alguno fuera de la Trinidad, que lo amase en un modo digno de sí, cuanto más bien para tener fuera de sí a alguno para amar en un modo digno de sí, esto es, sin medida; a alguno, que fuese capaz de acoger la medida de su amor, que es ¡ser sin medida! He aquí el porqué de la encarnación. En Navidad, cuando nace en Belén el Niño Jesús, Dios Padre tiene a alguno a quien amar fuera de la Trinidad en un modo sumo e infinito, porque Jesús es hombre y Dios a la vez. Pero no sólo a Jesús, también a nosotros junto con él. Nosotros estamos incluidos en este amor, habiendo llegado a ser miembros del cuerpo de Cristo, «hijos en el Hijo». Nos lo recuerda el mismo prólogo de Juan: «A cuantos la recibieron (la Palabra), les da poder para ser hijos de Dios» (Juan 1,12).

Esta respuesta al porqué de la encarnación estaba escrita en letras claras en la Escritura, por el mismo evangelista, que ha escrito el prólogo; pero ha sido necesario todo este tiempo (y no estamos todavía en el final) para comprenderla a fondo: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3,16). Sí, Cristo ha bajado del cielo «para nuestra salvación»; pero lo que le ha empujado a descender del cielo para nuestra salvación ha sido el amor, nada más que el amor. Navidad es la prueba suprema de la «filantropía» de Dios, como la llama la Escritura (Tito 3,4), esto es, a la letra, de su amor para con los hombres. ¿Cuál debe ser entonces nuestra respuesta última a la Navidad? «Amor sólo con amor se paga»: al amor no se puede responder de otro modo que volviendo a amar. En el canto navideño Adeste fideles hay una expresión profunda: «¿Cómo no amar a uno que tanto nos ha amado?» (Sic nos amantem quis non redamaret?). Se pueden hacer tantas cosas para solemnizar la Navidad; pero ciertamente, lo más verdadero y más profundo está sugerido por estas palabras.

Ésta es la Navidad a la que el Espíritu Santo desea conducir a los verdaderos creyentes. Un pensamiento sincero de gratitud, de conmoción y de amor para aquel que ha venido a habitar en medio de nosotros, es ciertamente el don más exquisito que podemos dar al Niño Jesús, el adorno más bello en torno a su pesebre. Y no es difícil; basta meditar un poco sobre su amor para con nosotros, sentir cuánto nos ha amado. El amor, ha dicho Dante, «a ningún amado amar perdona»: hace, sí, que quien se siente amado no pueda menos que volver a amar. El amor tiene necesidad de traducirse en gestos concretos. El más sencillo y universal (cuando es limpio e inocente) es el beso. ¿Queremos dar un beso a Jesús, como se desea hacer con todos los niños apenas nacidos? No nos contentemos de darlo sólo a su figurilla de yeso o de porcelana, démoslo a un Jesús-niño en carne y hueso. ¡Démoslo a un pobre, a uno que sufre y se lo habremos dado a él! Un beso, en este sentido, es una ayuda concreta; pero también, una palabra buena, un desear ánimo, una visita, una sonrisa. Son las luces más bellas que podemos encender en nuestro pesebre.

Iglesia en Aragón. Comentario a las lecturas. Navidad, ciclo A.

Un Himno al Verbo Encarnado. 

La Primera Comunidad Cristiana no ha recibido este maravilloso mensaje de la Encarnación a base de razonamientos de los teólogos sino por experiencia, por vía de contemplación. Se ha arrodillado ante el Misterio, lo ha contemplado, lo ha gustado, lo ha agradecido y se ha entusiasmado. ¡Qué bonita manera de hacer teología! Y de ese gozo incontenible, de ese entusiasmo, ha surgido la urgente necesidad de comunicarlo a otros. “Creí, y por eso hablé” (2 Cor. 4,13). Antes de hablar de Dios hay que estar con Dios. En realidad, la mejor manera de hablar de Dios es narrar lo que Él hace en nosotros.

Por medio de Él se hizo todo. 

El Verbo se dirigía a Dios, le interpelaba.  Y si hay creación, si existen los colores y la luz, y la humanidad y la historia, y el amor, es porque, antes de eso Dios escucha una interpelación. Es tremendo pensar que alguien puede interpelar a Dios, solicitar, sugerir, desear. Y Dios responde a ese deseo del Verbo, desatando su generosidad, su derroche, su fantasía creadora. Así es toda la creación como un gran lenguaje de seres vivos, lenguaje orgánico, armonioso, bellísimo.  La Palabra es la creadora de todo. Aquí se afirma toda la teología de las realidades humanas. Toda la creación es esplendor del Verbo.

La luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió. 

El himno tiene dos tonos: “tono mayor”: Canto a la Encarnación, al brillar de la luz. Pero también tiene “tono menor”: de queja, de lamento, por el rechazo de la luz. Condensa el drama del IV evangelio que está concebido en plan de: “oferta-rechazo” y “oferta-aceptación”. Dios se busca un Pueblo y le da unos mandamientos para que los hombres aprendan a vivir como hombres y no como bestias. Pero esas sabias normas no las practicaron. “Vino a su casa, a los suyos, y no la recibieron”.  Ante este rechazo, Dios busca un último esfuerzo y va a venir en persona.

Y LA PALABRA SE HIZO CARNE Y HABITÓ ENTRE NOSOTROS. 

El verso más importante de toda la Biblia. Dios se hizo “debilidad”. Apareció en un abismo de rebajamiento. Todo esto era un escándalo. ¿Cómo salir de este escándalo? “Nosotros hemos visto su gloria” A través de la debilidad de la carne esa Comunidad de Juan ha contemplado toda la Gloria de Dios.

Alfa y omega. NATIVIDAD DEL SEÑOR. Habitados por la Palabra

El tiempo de Adviento ha terminado y, después de este camino orante y esperanzado, celebramos el nacimiento de Jesús, la Navidad del Señor. ¡Qué maravilla! ¡Qué asombro! ¡Qué admiración! En el Evangelio de este domingo escuchamos las palabras más bellas que se han pronunciado en la historia: «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». Es el corazón del prólogo de Juan, un verso escrito en el siglo primero de nuestra era, en un lugar de Asia menor no identificado.

Desde muy antiguo y desde los rincones más recónditos del planeta, en todas las literaturas, culturas, tradiciones religiosas también los seres humanos han mostrado como han podido, y a veces han logrado hacerlo de una manera brillante, sus grandes aventuras. Como la historia del pueblo hebreo que tiene que vagar por desiertos pedregosos, insalubres y solitarios, acompañados de un Dios que se manifiesta como nube, o que se revela como zarza que quema. Tantas y tan preciosas aventuras. Hay bellísimas hazañas en la historia de los hombres que podemos encontrar en los libros de nuestras bibliotecas. Sin embargo, ninguna de estas puede compararse en su grandiosidad con la que nos presenta este versículo de Juan: «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros».

Es la aventura más fascinante, la épica más maravillosa de la historia, porque se trata del encuentro absolutamente definitivo, profundamente amoroso, de Dios con el ser humano. ¿Podemos decir que a partir de este verso solo existe un verdadero templo sobre la superficie de esta tierra, y que este templo es la humanidad, es la carne humana? Si cerramos los ojos y tratamos de darle forma imaginaria al término templo, visualizaremos alguno de los muchos templos gloriosos que tenemos o hemos tenido en nuestra historia. Todos coinciden en algo: son estructuras sólidas, pétreas, fuertes, y algunas de ellas, con el paso del tiempo o la historia, ya no son templos, sino ruinas, pero son las ruinas de un templo… Sin embargo, meditando este versículo de Juan, y pensando cuál es el verdadero templo, nos damos cuenta de que el templo ha cambiado de forma, de que el templo ya no tiene columnas suntuosas, no está hecho por un arquitecto ni hay que estar tantos años para construirlo. El templo es ahora un templo de carne, es un templo de vida.

La Palabra de Dios se ha hecho carne, y ha puesto su tienda entre nosotros. ¡Cuántas diferencias entre un templo de la antigüedad y las tiendas del siglo primero, que eran un frágil armazón de palos, convertido en una vivienda provisional que un guerrero, peregrino o forastero, tenía que construir para pasar la noche no sabe cuánto tiempo en no sabe qué lugar. La diferencia entre templo y tienda es tremenda. Si pensamos en el tiempo en el que Juan escribe esto, y pensamos en los grandes templos y en las pequeñas tiendas, nos damos cuenta de que aquello que nos dice el evangelista es que Jesús de Nazaret, la Palabra de Dios, es el modo en el que Dios ha elegido poner su tienda de campaña entre nosotros. Él no ha escogido un templo, si entendemos que este es el sitio de las respuestas, el espacio del sistema. Dios ha elegido la tienda, si entendemos que esta es el lugar del misterio, el lugar de aquel que elude las preguntas, de aquel que, poniéndose en nuestra carne, va a tener que afrontar los vientos de nuestros miedos y sufrimientos, la noche de nuestras soledades, el frío de nuestra muerte…

¿Quiénes somos? ¿Dónde puedo entender que esta tienda está en una vida, y que este Dios es mi carne? ¿Cuándo podré comprender que en esta carne habita Dios? Cada vez que miremos el rostro de una persona machacada por el sufrimiento y la enfermedad y percibimos sus miedos y temores, su angustia, su fragilidad, nos daremos cuenta de que en esa carne habita Dios, comprenderemos que ese amor y ese dolor es la carne de la que nos habla el evangelista Juan.

Recordemos el juicio final de Mateo 25, o el juicio de la misericordia, en el que un rey tiene como criterio para evaluar si una vida ha tenido o no sentido el pasar por el filtro del corazón esta pregunta: ¿tú has sido sensible a la carne?, ¿tú has sido sensible a la vida del otro?, ¿cómo actuaste ante la carne herida? La casa humana de Dios, sus planos, la llave para entrar en ella y la sala de estar en la que se nos invita a permanecer es la desnudez, el desamparo, el miedo, la tristeza, la fragilidad, la humanidad. Si hemos tocado un poco con nuestra carne esta carne de Dios, si sentimos que el templo de nuestra vida es una frágil tienda de campaña, que sin embargo acoge a todos y ofrece vida para todos, hemos celebrado la Navidad. Solo así podremos llegar a Belén y, en torno al portal, hablar con José y María, en voz baja, sin gritos, haciendo silencios para escuchar, diciendo pequeñas palabras para dialogar, cantando la alegría de la Navidad con sencillos y populares villancicos, contemplando a este niño Dios tan pequeño.