Los cristianos creemos en un Dios muerto en la cruz y resucitado. No lo entendemos: lo creemos. Y no podemos separar lo uno de lo otro. Precisamente Cristo resucitado se aparecerá a sus discípulos y lo primero que hará será mostrarles sus llagas, sus heridas.

Y es que, Jesús nunca anunciará a los suyos una vida sin dolor, sin sufrimiento; ni les va a prometer una paz semejante a una fiesta que nunca acaba. Vamos, que no promete eso de que «si sois buenos no lo pasaréis mal» o «sed buenos para no pasarlo mal». Es más, incluso avisa en ocasiones que, en este mundo, pasarán «tribulación «.

¿Entonces…?

Pues lo que hace Jesús es ir delante hacia la vida que promete y, al resucitar, les mostrará sus llagas precisamente como ese precio que pagó por marcar el camino del amor.

Así, no quita el dolor, pero lo ilumina. No invita a pequeños objetivos conseguidos día a día, sino a una victoria final. No promete que se puedan evitar las llagas, sino que tienen sentido. Y aparecerá resucitado como respuesta, sí, pero es una respuesta a la pregunta de la cruz. ¡Es la cruz la que conduce a la resurrección! Aunque… no porque sea obligatoria la cruz, sino lo que ella realmente significa: amor de entrega, amor de pasión, amor enamorado…

Este es nuestro Dios, no otro; un Dios herido, pero herido de amor. El amor a veces sufre, el amor a veces duele. Pero, si es amor, triunfará… desde la cruz.

Fuente de la imagen: https://cbc.edu.do/el-amor-de-dios-en-cristo-y-su-cruz/